Adorable loca (fragmento)Pedro Voltes
Adorable loca (fragmento)

"Heriberto se echó al bolsillo los quince fran­cos y salió aparentemente dispuesto a subir aque­lla cuesta que conduce a los altares. Cerró la puerta con suavidad, pero al persuadirse de la doble dicha de poseer quince francos y de estar en libertad, lanzó un silbido desgarrador y bajó las escaleras de cuatro en cuatro.
Este mundo, señores, es tan pícaro que en él hay materia suficiente para considerarlo un lo­dazal y para tenerlo por un paraíso. (Lo cual de­muestra, dicho sea de paso, que aquel principio de la lógica de que «una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo», es una monstruosa menti­ra.) Aquel día, Heriberto lo miraba como al me­jor de los mundos posibles. Los tranvías tintinea­ban alegremente, y el mismo fragor de su rodar que en otras ocasiones le había parecido irritante, se le antojaba ahora a nuestro hombre un sonido optimista y saleroso. En las puertas de las verdulerías, las hortalizas componían una pa­leta de colores chillones y alegres. Los niños que corrían y tropezaban con sus rodillas, le parecían a Heriberto geniecillos jubilosos, intoxicados de luz y de contento. El sol tibio de invierno hacía relucir las muestras de las tiendas, jugueteaba con el agua de las fuentes, convertía cada cristal en otro espejo de sus rayos y obligaba a las mu­chachas a hacer unos guiños encantadores para no deslumbrarse. Claro está, sin embargo, que el día era hermoso, no porque los tranvías tinti­nearan, ni los niños rieran, ni el sol luciera, ni las muchachas hicieran gestos graciosos, sino porque Heriberto Tyrrell tenía tres mugrientos billetes de cinco francos en el bolsillo. Y también porque...
¡Qué bonita era aquella muchacha! Altita, del­gada, con una cascada de pelo negro sobre los hombros, la cintura estrecha, las piernas esbel­tas... Llevaba un abriguito negro, entallado, que perfilaba su figura y llevaba también... Pero He­riberto ya no se fijó en más detalles... Echó a andar apresuradamente para alcanzarla. Cuando por fin se puso a su altura, quiso decir algo airo­so y no logró producir más que un jadeo seme­jante al de una cañería atascada.
La muchacha se volvió al oír aquel turbio rui­do a su lado, miró al causante, echó con decisión la vista al frente y siguió andando con redoblada celeridad. "



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