Fuego muerto (fragmento)José Lins do Rêgo
Fuego muerto (fragmento)

"El carruaje se precipitaba por aquellas carreteras levantando de la vega el más triste de los polvos mientras se encaminaba a la misa del Pilar, para recitar las novenas, arrastrado por dos jumentos que no semejaban ni la tenue sombra de los dos rucios del Capitán Tomás. La barba de Seu Luja bosquejaba tonalidades enteramente níveas y las cosechas de azúcar y algodón menguaban de año en año. Las vegas se cubrían de briznas, de pastosas matas y de altos hierbajos que crecían en las lindes de las aves gallináceas. Seu Lula, sin embargo, se negaba a pedir préstamo alguno. Mantenía con enorme dignidad las apariencias propias de un señor. Se decía que todos los años viajaba a Recife a trocar monedas de oro que el viejo Tomás había dejado enterradas. La cocina de la casa grande sólo disponía de una cocinera negra para preparar las viandas. Y mientras en la vega no se advertía rastro alguno de bestias, Santa Fe continuaba con sus almajaras. No se utilizaba máquina de vapor alguna. En los días destinados a la molienda, en los pocos días del año en que los artilugios moledores de Seu Lula aplastaban la caña, retornaba la vida de los tiempos arcaicos en medio de una gran animación y el ambiente se llenaba de un olor a miel y a alegres ruidos. Todo era como si se tratara de una imitación de la realidad. Todo pasaba. En la casa de purga quedaban los cincuenta panes de azúcar, allí donde, más de una vez, el Capitán Tomás depositara sus dos mil panes, en unas cajas de múltiples formas que eran expuestas al sol. A pesar de todo, vivía en Santa Fe. Su ingenio era muy vivo, encendía el horno y el área donde se esparcía el bagazo se cubría de abejas que ansiaban chupar los restos de azúcar que los enseres de la molienda dejaban para los cortijos. La gente que pasaba por la puerta de la casa grande sabía que en su interior habitaba un señor de la caña de azúcar que merecía mucho respeto. A nadie le gustaba en realidad el viejo Lula de Holanda, pero al verlo, con aquellas luengas barbas, todo vestido de negro, con aquel rictus de dura mirada y aquella voz quebrada, todos tendían a respetarlo. Era un hombre extremadamente serio. Las historias de maldades cometidas contra los negros pertenecían ya a otra época. No obstante, había quien le tenía miedo, quien hablaba de funestos castigos que habían afligido a la familia tiñéndola de luctuosa tristeza. "


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