Dos horas de sol (fragmento)José Agustín
Dos horas de sol (fragmento)

"Afuera, la lluvia no cedía, los vientos azotaban los árboles y palmeras y transitar era difícil. Ha­bían subido en la combi de la revista y Melgarejo iba al volante, mentando madres, porque, además del agua, había mucho tránsito. -Ve nomás cómo se mete este pendejo, está viendo la tempestad y no se hinca -decía-. Y ora checa a ese baboso, pero qué pinche manera de manejar, puta, por suerte vamos superdespacísimo que si no, le da­mos. Chale, y ora éste, no se puede, carajo, es ta­xista, con razón, en todo México los taxistas son unos pinches ojetes, ¿o qué no?, ya ni la hacen. Con dificultades llegaron al centro y luego enfila­ron monte arriba hacia la Quebrada-¡Ay hijo de la chingada, esta madre se está derrapando! -chi­lló Melgarejo, porque, al re arrancar después de un alto, las ruedas de la camioneta patinaron durante unos momentos a causa de los torrentes de agua y basura que bajaban por la calle de la Quebrada.
Cuando llegaron, llovía estrepitosamente. Mel­garejo se detuvo frente al mirador. Durante unos instantes todos guardaron silencio y sólo se escu­chó el fuerte ruido del motor del desempañador que opacaba todo lo demás. El agua caía con fuer­za luminosa sobre la combi y no permitía ver casi nada. Apenas se alcanzaban a distinguir otros au­tos estacionados. Era una lástima porque a Tran­quilo le hubiera gustado ver la agreste pared casi vertical de rocas, el acantilado de cuya cumbre los acapulqueños se tiraban temerariamente. Lo recor­daba tan bien. Cuando era niño sus padres vaca­cionaban con frecuencia en Acapulco y él no se perdía el espectáculo de los clavadistas, algunos con capas, máscaras o antorchas; le gustaba en es­pecial el ambiente que se armaba en la escalinata cada vez más empinada que formaba miradores y donde siempre había ríos de gente, visitantes y vendedores de una legendaria nieve de coco que venía en botes colorados; también vendían paletas, papas fritas, chicharrones, algodones, dulces e infi­nidad de cosas más. Le subyugaba también la furia con la que el mar arremetía la boca del arrecife y latigueaba la caverna que había en el fondo. "



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