Rosaura (fragmento)Ricardo Güiraldes
Rosaura (fragmento)

"Y esa tarde, en el momento glorioso para Lobos, Rosaura herida en el pudor de su pasión romántica estuvo singularmente locuaz y atenta a la cháchara de sus amigas, respondiendo con gracia a las agudezas que le apuntaban como alesnas, mientras se ensañaba con energías de suicida en ridiculizar al elegante mozo del vagón-comedor, que la seguía en sus caminatas con ojos atentos como faros de automóvil prendidos a la ruta.
Cuando Rosaura llegó a su casa extenuada, convencida de haber perpetrado una cobardía inútil, se arrojó sobre el lecho donde patéticamente despeinada lloró con grandes hipos de dolor su pasión perdida.
Por suerte no duró aquel estado de cosas. Rosaura se hubiera muerto de pesar. No era posible llorar así durante días y días enrostrándose culpas tan grandes.
Carlos había partido al amanecer siguiente de aquella tarde para él incomprensible.
Le faltaban hechos o por lo menos palabras concretas para creer que aquellos coqueteos de la atrevida chica del andén, se debieran a algo más que a un pasatiempo de pocos minutos y herido por la insolencia de la mirona guaranguita de amarillo caramelo, no llevó más allá sus reflexiones, ignorando la gran pasión trocada en cuita inconsolable dejada detrás suyo al arrancar de la estación, en el cortante frío de una madrugada ventosa.
En el jardín oliente a jazmines, madreselvas y claveles, la pequeña Rosaura se doblegaba de quebrantos como una flor brutalizada por el zumbante paso de un mangangá viajero, que le sorbiera el perfume.
Se concluirían para siempre las alegres salidas a las cinco de la tarde, los saludos a doña Petrona, los coquetos cuidados al cruzar las bocas calles, los remilgos de protesta ante las miradas brutales de los hombres estacionados frente al Hotel de París, los encuentros con las amigas y los transfiguradores paseos por el andén, bajo los ojos que la vivificaban de cálidas penetraciones.
No quedaba sino llorar, siempre llorar, sobre esos recuerdos de su vida rota.
Rosaura hubiera muerto pensando que el hermoso y elegante Carlos del vagón-comedor no volvería nunca más, o pasaría en el tren indiferente a ella como el ojo ciclópeo de la locomotora al ideal del horizonte.
Eran las cinco. Rosaura recordaba hasta con gestos la que fue su costumbre de años y años. La impaciencia la precipitaba hacía el tocador pero una brusca presciencia de martirio la volteaba de rodillas ante el nicho exornado con palmas cruzadas en ojiva, donde mística rezaba por los siglos de los siglos su virgencita azul estrellada de oro. "



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