La invitada (fragmento)Simone de Beauvoir
La invitada (fragmento)

"Sintió una angustia; no era un sufrimiento preciso, había que remontarse muy lejos para encontrar un malestar semejante. Un recuerdo volvió a ella. La casa estaba vacía; había cerrado los postigos a causa del sol y estaba oscuro; en el rellano del primer piso, una niña pegada contra la pared retenía su respiración. Era raro encontrarse allí, sola, mientras todo el mundo estaba en el jardín, era raro y daba miedo; los muebles tenían su aspecto de todos los días, pero al mismo tiempo estaban muy cambiados: densos, pesados, secretos; bajo la biblioteca y bajo la consola de mármol, se estancaba una sombra espesa. Uno no tenía ganas de escaparse, pero sentía el corazón oprimido.
La vieja chaqueta estaba colgada del respaldo de una silla. Sin duda Ana la había limpiado con gasolina o la había sacado de la naftalina y la había puesto allí para que se aireara; estaba muy vieja y parecía muy cansada. Estaba vieja y cansada, pero no podía quejarse como se quejaba Francisca cuando se había he­cho daño. No podía decirse: «Soy una vieja chaqueta cansada.» Era raro; Francisca trató de imaginarse qué sentiría si no pudie­ra decirse: «Soy Francisca, tengo seis años, estoy en casa de mi abuela», si no pudiera decirse absolutamente nada; cerró los ojos. Es como si uno no existiera y, sin embargo, otras perso­nas vendrían, me verían, hablarían de mí. Abrió los ojos; veía la chaqueta, existía y no se daba cuenta, había en eso algo irri­tante, que asustaba un poco. ¿De qué le sirve existir si no lo sabe? Reflexionó, quizá hubiera un sistema. Puesto que puedo decir «yo», podría decirlo por él. Era más bien decepcionante; por más que mirara la chaqueta y no viera otra cosa y dijera muy rápidamente: «estoy vieja, estoy cansada», no ocurría nada nuevo; la chaqueta continuaba ahí, indiferente, totalmente extraña, y ella seguía siendo Francisca. Por otra parte, si ella se convirtiera en la chaqueta ya Francisca no sabría nada más. Todo empezó a girar en su cabeza y bajó corriendo al jardín.
Francisca bebió de un sorbo su taza de café, estaba casi frío; no tenía ninguna relación, ¿por qué volvía a pensar en eso? Miró el cielo nublado. Lo que ocurría en ese momento era que el mundo presente estaba fuera de su alcance; no estaba únicamen­te expatriada de París, estaba expatriada del universo entero. Las personas sentadas en la terraza, las personas sentadas en la calle no pesaban en el suelo, eran sombras; las casas no eran sino un decorado sin relieve, sin profundidad. Y Gerbert que se ade­lantaba sonriendo no era, a su vez, más que una sombra liviana y encantadora. "



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