Lenz (fragmento)Peter Schneider
Lenz (fragmento)

"Después de recorrer las calles durante una media hora, llegó a una plaza grande, en donde cientos de vendedores ambulantes ofrecían su mercancía. Se detuvo delante de la parada de un vendedor de vajilla. Le costó bastante tiempo descubrir la treta con la que el vendedor atraía al público. El hombre actuaba con la vajilla como si fuera irrompible. Sobre un plato de vidrio montaba a golpes cinco tazas, las lanzaba al aire, las recogía en último instante, lanzaba toda la torre sobre el tenderete para que los espectadores creyeran que habría de romperse, luego tiraba todavía tres platillos encima de la torres y, mientras proclamaba el precio, daba un golpe tan fuerte sobre el tablero, que la torre de vajilla tintineaba y vacilaba. Se la compraban de inmediato, en realidad sólo para presérvala de un destrozo. Lenz era arrastrado por la corriente humana de una parada a otra, en todas partes se le acercaban, le hablaban en todas las lenguas para obligarle a comprar. Poco a poco le fue molestando que no pudiera permanecer tranquilo y limitarse a mirar, sin constituir una decepción para el vendedor. Tomó un taxi y regresó a la estación.
En Alemania, unos amigos le habían proporcionado la dirección de una pensión cercana a Roma, en los montes albanos. Una mujer de unos sesenta años, de descomunales pechos y una voz que llenaba toda la casa, le mostró su habitación. Dio a entender a Lenz que podía hacer uso de toda la casa, la cocina, la sala de estar y el jardín. Lenz colocó sus cosas en la habitación y se dejó caer en la cama. Miró en torno suyo. Un techo de madera, una ancha cama, demasiado ancha para uno solo, un armario estrecho que incluso con todas sus cosas parecía vacío. Afuera, en el camino, oía los cascos de un mulo. Este ruido desacostumbrado le hizo comprender que realmente se encontraba en aquella habitación. ¿Qué estaba buscando? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Se imaginó que al día siguiente despertaría solo. Salió presuroso al aire libre. Las nubes volaban oscuras y rápidas como sus propios fantasmas. Bajó corriendo la pendiente; le pareció que las colinas subían y bajaban. Quería tocarlo todo, cada recodo, cada ángulo, pero no corriendo, sino en vuelo rasante. El viento arrastraba sus miembros, no había nada donde agarrarse.
Se dominó para regresar a la pensión. Allí estuvo sentado largo rato en el jardín, desde donde contempló el balcón con la baranda de madera, las botellas vacías en la cesta de mimbre medio destrozada, los tiestos de arcilla llenos de cenizas, luego de nuevo las vigas de hierro bajo el balcón. Todo ello lo veía con una claridad diáfana, como bajo una lente de aumento. Subió a su cuarto, desde donde percibía un patio interior, un laberinto de chimeneas y balcones, padres en camiseta que gritaban a niños en calzoncillos que fueran a cenar; un barullo de sonidos, de cacharros de cocina, pájaros, pelotas de ping-pong, y unido a todo ello los sonidos italianos lanzados en todas las tonalidades de un balcón a otro o en el interior de las casas. Por doquier descubrió reparaciones o ampliaciones, cada balcón era algo así como una arruga en el rostro de la familia que lo habitaba. Ya no se sentía solo; se fue tranquilizando. "



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