Por el mar de Cortés (fragmento)John Steinbeck
Por el mar de Cortés (fragmento)

"Cayo estaba a una milla y media de donde anclamos, y parecía ennegrecer incluso el aire de su alrededor. Ésta era la primera vez que el Sea-Cow podía prestarnos un gran servicio; precisamente para tales ocasiones lo habíamos comprado. Aquel día nos mostramos amables con él... egoísticamente, por supuesto. Le dijimos cosas bonitas y lo colocamos con dulzura en la popa del botecillo, pretendiendo esperar que funcionara, que ni siquiera soñábamos con que lo hiciera. Pero no lo hizo. Tuvimos que remar el bote — y el Sea-Cow — hasta Cayo. Hay mucho de extraño en esa isleta, y vamos a escribirlo. Casi todo son preguntas, pero quizá algún lector sabrá las contestaciones y nos las dirá. No hay ningún sitio para desembarcar; todos los accesos están sembrados de rocas, que incluso con el mar en calma, destrozarían el casco de un barco. En su parte oriental, por donde nos acercamos, se levanta un acantilado detrás de una playa rocosa, donde hay grandes aros de hierro y trozos de cadenas tan oxidados, que se desintegraban en nuestras manos. En el acantilado, a unos ocho pies de altura, habían también anillas de hierro de ocho pulgadas de diámetro. Parecían muy antiguas, pero la atmósfera húmeda del Golfo y la rápida oxidación causada por ella, hacían imposible determinar sus años. En las cuevas que se abrían en las rocas quedaban restos de chimeneas, y en ellas se apilaban miles de conchas de almejas y tortugas, como si estos animales hubieran llegado allí para quemarse. El misterio de todo se esconde aquí. No hay almejas por las inmediaciones y las tortugas no abundan. Tampoco hay madera en la isla para hacer fuego, ni agua. Cuando se llega no se puede anclar. Por qué la gente ha traído almejas y tortugas, madera y agua a un lugar donde no existe protección, no lo sabemos. Una milla y media más allá habrían encontrado todo lo necesario y habrían podido fondear. Es un enigma que no podemos descifrar, como tampoco podemos adivinar la razón de los grandes anillos de hierro. Era imposible que hubieran servido para amarrar barcos, porque éstos no podían anclar en aquella agua tan poco profunda. Trepamos por el acantilado utilizando una senda tallada en las rocas, y en su cima hallamos unas matas de hierbas color marrón y algún cactus. Nada más. Un cuervo negro, al vernos llegar graznó con antipatía, y cuando nos acercamos a él, echó a volar en dirección a la isla de San José.
Los acantilados tenían un color bruñido. Es imposible saber por qué la distancia hace que Cayo parezca negro. Las rocas y piedras eran de un material rojizo, y la isla, como toda la región, era de origen volcánico.
Como ya sabíamos, en aquellas rocas hallamos una fauna muy infeliz. Los animales eran pequeños. La estrella Heliaster era diminuta y pálida. Había anémonas, unos cuantos pepinos, y conejitos de mar. A la única especie que parecía gustarle el Cayo era a la de los Sally Lightfoot. Estos hermosos grejos se arrastraban por las rocas y dominaban la vida de región. Cogimos algunos Aletes (caracoles en forma de gusanos), gusanos serpúlidos, dos o tres clases de caracoles, y unos cuantos isópodos.
Subió la marea, poniendo en peligro nuestro bote, que habíamos contrapesado con una roca. Volvimos remando al Western Flyer, mientras uno de nosotros tiraba furiosamente en la popa de la cinta del Sea-Cow. Sentíamos deseos de haberlo dejado colgando por la hélice en una de las anillas del acantilado. A su malvado y misterioso magneto le habría gustado. "



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