Una colina "En Italia, donde estas cosas pasan, tuve una vez una visión —se entiende: no como las de Dante, no la visión de un santo, quizá ni una visión de veras. Con mis amigos curioseaba en la plaza soleada muy de mañana. La greca nítida de sombras de las grandes sombrillas cubría el pavimento: bajíos relucientes en que anclaba la breve armada de carretas. Libros, monedas, mapas, paisajes burdos, feas estampas religiosas, todo en venta. Colores, ruidos, manos al vuelo: gestos exultantes; aun el regateo cual verbosa piedad subía hasta el oído. Y entonces ocurrió: todo calló de pronto, y oscureció; los carros, la gente y el mismísimo gran Palacio Farnese, con todo y tanto mármol, se hicieron aire. En su lugar había una colina ocre pelada. Cuánto frío hacía, casi helaba, con presagios de nieve. Como viejos herrajes, los árboles: chatarra junto a un muro de fábrica. No había viento y no hubo más sonido en un rato que el crujido levísimo del hielo que mis pies quebraban en el lodo. Vi un pedazo de cinta enredado en un seto, no otro signo de vida. Y luego oí como el trueno de un rifle. Un cazador, pensé: no estaba solo, al menos. Pero entonces llegó el golpe, suave, como de papel, de una gran rama que caía no sé dónde, invisible. Y fue todo, a excepción del frío y el silencio que, como la colina, se anunciaban eternos. Resurgieron los precios, y los dedos: fui devuelto al sol y a mis amigos. Pero por más de una semana me aterró la amargura pelada que había visto. Todo esto ocurrió hace unos diez años y no me preocupó hasta que hoy, por fin, recordé esa colina: está justo a la izquierda del camino que sale de Poughkeepsie, y de niño pasaba horas mirándola en invierno. " epdlp.com |