La mascarada (fragmento)Alberto Moravia
La mascarada (fragmento)

"Al día siguiente, los tres hombres se levantaron cada uno de ellos con humor muy diferente, según sus más íntimas preocupaciones. Perro, lleno de calma y descanso, seguro ya de sus actos, el ánimo despejado y fingiendo más que nunca. Saverio, que no había pegado ojo en toda la noche, más exaltado y excitado que el día anterior. Sebastián, consciente del riesgo que corría entre la Policía y los conjurados, cauto y atento a su papel. Sebastián y Perro se sentían instintivamente superiores a Saverio y, en cierto modo, se vigilaban. Perro, más por costumbre policíaca que por confianza, pues, avezado a dividir los hombres en dos categorías únicas, guardias y criminales, se decía que Sebastián, puesto que no era policía, sólo podía ser un delincuente. Ahora bien, un conjurado más o un conjurado menos, ¿qué le importaba a Perro? Sus redes eran lo bastante capaces para prender, no uno, sino diez peces mayores que aquél. Solamente la manera como Sebastián se presentara, el singular hecho de espiar por la ventana, le hacían desconfiar instintivamente. De no haber estado tan seguro de que jamás lo había visto en los medios de la Policía, casi hubiera pensado que Sebastián era también un agente provocador. Por su parte, Sebastián encontraba a Perro en verdad demasiado calmoso y dueño de sí. Tanta serenidad le parecía excesiva aun en un hombre nacido, como decía Saverio, para mandar. Además, temía que Perro descubriera que él no era ni deseaba ser un conspirador. Que, al contrario, se proponía, para sus fines, hacer fracasar la conjura, y temía algún golpe sucio. Había oído hablar de las ejecuciones sumarias, clandestinas, ferocísimas y despiadadas de conspiradores traidores y de agentes provocadores, por obra de sus compañeros, y le parecía que acabar estrangulado o con una bala en la cabeza por manos de Saverio sería, dentro de la general absurdidad de la vida, un morir excesivamente absurdo. Así, el camino desde la casa de Sebastián hasta la quinta de la Gorina, en aquella mañana, mientras Saverio divagaba y peroraba según solía, fue entre los otros dos un torneo de preguntas y respuestas, de indagaciones cautelosas y de no menos cautos disimulos. Perro quería averiguar por qué un joven señor, casi un adolescente, bello y frívolo, se había metido en la cabeza derribar el Gobierno para instaurar un orden nuevo; y Sebastián, puesto en guardia, trataba de comprender por qué Perro se mantenía tan frío y ceremonioso en un momento semejante. A las preguntas de Perro, Sebastián contestó que hacía poco tiempo había advertido la insuficiencia de su vida egoísta y hedonista; que sentía la necesidad de creer en alguna causa transcendente, de servirla y de luchar por su triunfo; y que estaba dispuesto hasta morir, si fuese necesario, pues se daba cuenta de que no vale la pena vivir si sólo se vive para uno mismo; en total, todas las cosas, apenas modificadas, que oyera decir a Saverio. «¡Diablo! —Pensaba Perro contemplando aquel bello rostro que se inflamaba singularmente declamando aquellas frases—. ¡Diablo…! ¡Pero éstos tienen todos avidez de servicio y de creencia…!» En realidad, no hacía más que pensar en Fausta y conseguía aquel fervor que admiraba a Perro mediante una simple sustitución de palabras: el amor de los hombres era el de Fausta; la causa era Fausta; los obstáculos que se oponían a la revolución eran Tereso y Manuel, que le constreñían a separarse de Fausta; en fin, la vida egoísta y epicúrea que ahora despreciaba era su propia vida antes de haber conocido a Fausta. Después de contestadas las preguntas de Perro, quiso pasar a la contraofensiva y le declaró con simpatía que le admiraba mucho el que supiera guardar tan bien el dominio de sí en circunstancias como aquéllas. Él, por ejemplo, aun cuando trataba de dominarse, no conseguía reprimir del todo cierta turbación. «¡Diablo, diablo! —pensó nuevamente Perro—. El amigo es perspicaz…» Y, adoptando un tono incisivo, machacón, lleno de sugestiva firmeza y fijando la mirada en los ojos de Sebastián, Perro le contestó que estaba ya muy avezado; he ahí su calma. También él, en los comienzos de su vida de revolucionario, muchas veces estuvo a punto de perder el tino. Convenía que todos guardasen la calma. Claro que Saverio no tenía calma ni la tendría nunca; todavía no le conocía en la acción; así que todo dependía de él. Y sonrió con una mirada de cómplice compasión, que Sebastián no pudo menos que cambiar, señalando a Saverio. "


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