El pabellón de oro (fragmento)Yukio Mishima
El pabellón de oro (fragmento)

"Yo sabía que su nombre era Kashiwagi. Tenía, como marca peculiar, unos pies increíblemente deformes que se movían con pasos muy bien estudiados. Tenía el aire de caminar constantemente sobre el fango: cuando una pierna conseguía, no sin esfuerzo, despegarse, la otra parecía, por el contrario, encharcarse más. Y al mismo tiempo todo su cuerpo era presa de una vehemente agitación; su andar era una especie de danza extraordinaria, desprovista por completo de trivialidad. Es fácil de comprender por qué reparé en Kashiwagi desde el primer día: su flaqueza era un alivio para mí. De buenas a primeras significaba la aceptación de unas condiciones en las cuales yo también me encontraba.
Estaba comiendo sentado en un parterre de tréboles del jardín. Un descalabrado edificio con todos los cristales rotos, utilizado como sala de karate y de ping-pong, daba sobre este jardín donde crecían cinco o seis escuálidos pinos; había unos miserables bastidores que no protegían de nada: la pintura azul estaba agrietada, corrida, arrugada, como cuando se estropean las flores artificiales. Al lado, algunas tablas superpuestas con macetas de árboles enanos, restos de un montón de tejas y grava, un macizo de primaveras y jacintos.
Era agradable sentarse sobre los tréboles. Las suaves hojas esmaltadas bebían la luz, había un movimiento inquieto de tenues sombras, el parterre entero parecía flotar por encima del suelo.
Kashiwagi sólo se distinguía de los demás cuando caminaba: sentado, no se diferenciaba en nada. Su pálido rostro mostraba una cierta belleza severa; una belleza intrépida, como la de ciertas mujeres bonitas, que para nada se veía menoscabada por su defecto físico. Los contrahechos, como las mujeres hermosas, se cansan de ser mirados; sienten la náusea de vivir continuamente bajo las miradas de los otros, y las miradas que devuelven van cargadas de su propia existencia: el vencedor es el que impone su mirada al otro.
Mientras comía, Kashiwagi mantenía los ojos bajos; pero se veía que no se le escapaba nada de lo que ocurría a su alrededor. Sentado bajo la luz del sol, respiraba su propia plenitud personal; me llamó vivamente la atención. Viendo su silueta, me di cuenta que la timidez y la secreta vergüenza que me producía la sola presencia de las flores y del sol primaveral era algo totalmente desconocido para él. Él era una sombra que se afirmaba a sí misma, o más bien la sombra que existía en sí —seguramente impenetrable bajo su dura corteza, en medio de la claridad del sol.
El almuerzo que estaba comiendo —tan absorto y, sin embargo, con un aire de repugnancia—, era sin duda insuficiente, apenas algo mejor que el mío, que preparaba yo mismo en la cocina, por la mañana. En 1947, a menos de comprar de estraperlo, era imposible alimentarse convenientemente. Me detuve junto a Kashiwagi, con mi bocadillo y mi cuaderno de notas en la mano. Mi sombra daba sobre su comida; él levantó la cabeza, me lanzó una ojeada, y luego, inclinándose de nuevo, reanudó su lenta y monótona tarea de masticar como un gusano de seda con su hoja de morera. "



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