La carne de René (fragmento)Virgilio Piñera
La carne de René (fragmento)

"El primer ómnibus, cargado con familiares de los alumnos, llegó a las diez de la mañana. La ceremonia de iniciación tendría lugar a las doce. A la una de la tarde el señor Mármolo ofrecería un almuerzo a los visitantes; después harían un recorrido por las distintas dependencias de la escuela, incluyendo los famosos pisos «de abajo».
La iniciación se cumpliría en lo que llamaba Cochón «la iglesia del cuerpo humano», un gran salón del tercer piso situado en el centro del edificio.
A él acudía dos veces por semana el Predicador para exponer la filosofía del cuerpo sufriente. Lo hacía desde un púlpito y frente a un gran Cristo sonreído. Cochón tenía las maneras de un verdadero sacerdote. Investido con un ropón blanco, subía las gradas del púlpito, unía las manos con devoción fervorosa, miraba fijamente al Cristo y empezaba a enunciar los sufrimientos de la carne.
A los sacerdotes del alma, llevaba un punto de ventaja. Si éstos debían predicar sobre la salvación del alma, Cochón se limitaba a cuestiones concretas: brazos, piernas, huesos, sangre. Sus oyentes no tenían que operar con esa cosa huidiza, incorpórea y problemática que es el alma, ni tampoco preocuparse por su salvación. Por el contrario, en el cuerpo se encerraba el secreto de la vida humana. En verdad, un secreto simple: todo para el hombre terminaba cuando el cuerpo detenía su admirable maquinaria. Para el hombre su oportunidad residía en el periodo de la existencia corporal; en cuanto a la otra, la de un más allá, no existía para el Predicador.
Esta verdad, para Cochón encantadora, ofrecía otra ventaja: al no haber salvación ni condenación eternas, nadie vacilaría en «cerrar» contra otro cuerpo o el suyo propio. La carne era un medio excelente para resolver cualquiera de los problemas que la vida planteaba. Si, por ejemplo, había que tender un puente sobre un abismo, lo lógico era echar mano a la carne especializada en este género de construcciones. Que en el curso de los trabajos se fracturaran brazos o aplastaran cabezas, pechos quedaran comprimidos y ojos vaciados, no importaba. Una vez más se planteaba un problema a la carne y ésta debía resolverlo. Entonces, si el tendido de un puente, el trabajo en las minas o la fabricación de explosivos, para no mencionar más que tareas peligrosas, comportan un riesgo mortal para la carne, ¿por qué asombrarse de que un grupo de hombres eche mano a la suya en pro de una idea, sea por propia convicción o porque alguien paga sus servicios? La eterna legión de casuistas alegaba en contra que no era lo mismo exponer la carne en el tendido de un puente que sobre el potro de la cámara de tortura. El argumento de los casuistas, afirmaba Cochón, era el siguiente: cualquier carne que trabaje en el tendido de un puente no está forzosamente condenada al trucidamiento. Por el contrario, la carne de la cámara de tortura lo está; como las cajas de seguridad, tiene un secreto que es preciso romper para abrirla. La carne constructora de puentes no tiene necesariamente que ser destrozada, para que el puente quede tendido. Es decir, la carne evita el sufrimiento a toda costa: el obrero trepa con infinitas precauciones, en las piernas lleva gruesas botas para protegerse de la dureza del acero, las manos están recubiertas con guantes. Un inmenso terror lo posee cuando, habiendo dado un paso en falso, se aferra a un estribo del puente. ¿No se trata de la carne pugnando por conservarse intacta?
Pero la carne que se tiende sobre el potro, esa carne para la que el azar de un accidente es letra muerta, puesto que será su fin último ser trucidada, esa carne apta para el servicio del dolor, ¿no constituye un insano desafío al instinto de conservación? ¿Una peligrosa invitación al suicidio colectivo? ¿No es una locura que un hombre ofrezca su carne por guardar un secreto, y por arrancárselo, otro hombre acepte sacrificarla? "



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