Los viejos amigos (fragmento)Silvia Soler
Los viejos amigos (fragmento)

"Y tuvieron que pasar muchos años para que el puñetazo, como un bumerán, volviera de un amigo al otro; y también en esa ocasión tuvo que ver con una mujer. Merece la pena detenerse en la historia de ese segundo puñetazo, la historia de Mateu y de la bella Simonetta. La historia del gran amor de Mateu.
Para empezar, no se llamaba Simonetta, sino Gisela. Pero Mateu encontraba en ella un parecido clarísimo con Simonetta Vespucci, la Venus de Botticelli. Lo pensó en cuanto la vio. La chica lo había buscado porque estaba interesada en comprarle un cuadro para su marido. Había visto algunas obras de Mateu en un hotel de Barcelona y había pedido el contacto de aquel artista que pintaba el desorden de las grandes avenidas urbanas, aquel caos enloquecido y ruidoso. Se le había ocurrido que tener un cuadro de esos en casa sería como encerrar un trozo de vida y colgarlo en la pared del comedor.
Mateu abrió la puerta de su casa y, allí mismo, en el recibidor, sin prácticamente invitarla a pasar, le dijo que se parecía a Simonetta Vespucci. Ella no sabía quién era Simonetta Vespucci, pero cuando supo que era la joven de cabello dorado y facciones dulces del cuadro de Botticelli, sonrió halagada.
La verdad era que no se parecían demasiado. Gisela tenía el pelo más rizado, los ojos más oscuros y la boca más carnosa que la virginal musa renacentista. Pero le daba igual. El amor deslumbra, distorsiona, crea espejismos. Mateu amó a Gisela desde aquel primer día. Quizá las almas sensibles, los talentos creadores, los artistas, solo puedan amar de ese modo. Como la obsesión por Rodin que destruyó a Camille Claudel. Como la tozuda predilección de Van Gogh por su prima Cornelia. Como el dolor inconsolable que empujó desde la ventana a la joven Jeanne, embarazada de nueve meses, dos días después de la muerte de Modigliani. Como el amor desesperado de Frida Kahlo por Diego Rivera. Como el enamoramiento platónico y eterno de Sandro Botticelli por la bella Simonetta, la musa que la tuberculosis se llevó en plena juventud, a la que Botticelli homenajeó durante años en sus obras.
[...]
Se amaron, presas de la desazón, durante casi medio año. Gisela vivía esa pasión como una vorágine que tan pronto la elevaba a los límites de la euforia como la arrastraba violentamente, igual que las olas estrellan las barcas contra las rocas en plena tempestad. Vivía los encuentros con Mateu con una excitación que la dejaba agotada, siempre al borde del pánico. Durante ese medio año no hubo paseos tranquilos por la ciudad, ni plácidas charlas en una cafetería, ni siquiera un rato de calma después del sexo. La cama era un campo de batalla. Mateu la amaba con un amor feroz que le cortaba el aliento.
Gisela boqueaba como un pez fuera del agua y echaba entonces de menos el confort de su cama de matrimonio, el abrazo protector de su marido, la placidez de su vida sin Mateu.
Él vivía ese amor con una exaltación que solo había sentido cuando estaba seguro de estar pintando un buen cuadro, cuando se levantaba de madrugada con el deseo de coger los pinceles y con una clarividencia eufórica. Su vida estaba llena de belleza: las palabras, los trazos, las miradas, la luz. Le parecía que finalmente había capturado el alma, eso que respira dentro de la belleza. Tenía la sensación de que sería capaz de pintar lo que no se ve a simple vista.
Cuando se acercaba la Navidad, ella le dijo que no volverían a verse, que lo sentía, que lo echaría terriblemente de menos, pero que se arrepentía de haber cometido aquel error, de haberlo querido, de haberse dejado querer, de ese amor que le dejaba el cuerpo lleno de moratones y de arañazos que después tenía que disimular con maquillaje. La determinación era clara: no quería vivir asustada. "



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