Morir con Aparicio (fragmento)Hugo Giovanetti Viola
Morir con Aparicio (fragmento)

"La casa estaba repintada con un fresco rosado colonial: dos ventanas con rejas daban hacia la plaza. Una de las ventanas de vidrios cuadrados estaba toda abierta, y el muchacho miró su propia sombra transitando la luz polvorienta que atravesaba en barras un cuarto embaldosado para lamer los fondos del patio español. Pablo no vio el aljibe pero lo imaginó debajo de una pérgola, cuando la brisa lo refrescó al pasar con un sesgo impoluto: era el viejo perfume del jazmín del país, estancado en el tiempo. Dobló la esquina y golpeó un par de veces con la aldaba de bronce. Lo atendió una mujer que no prestó atención a sus explicaciones, aunque lo hizo pasar con un fijo recelo. Era gorda y madura, y tenía una expresión de aburrimiento en bruto que no me cayó bien: daba la sensación de que la pobre vieja podía comunicarse mejor con algún gato que con aquella dama de compañía. Magdalena Tomillo entró al zaguán levantando los brazos, casi doblada en dos por sus noventa años. Vi que no me veía. Me adelanté a besar el pergamino de su rostro ascendiendo en contraluz, bajo el fulgor lunar de la escasa melena. Después me hizo pasar al patio donde el aljibe estaba justamente debajo de una pérgola. También estaba el gato —un enorme barcino— simulando dormir sobre la mecedora. Lo que empezó a desconcertar al muchacho fue una televisión funcionando en completo silencio bajo la galería radiante de azulejos. Magdalena Tomillo recogió al gato y se sentó con él y se puso los lentes para observar mejor a Pablo. Yo me senté en un banco azulejado que había empotrado a la pared lindera y apoyé la guitarra contra los arabescos de una de las columnas de la pérgola. Devolví una sonrisa y aspiré hasta el embrujo aquel denso perfume que me rozó en la calle: el jazmín del país se enredaba en la pérgola como constelaciones de fragantes estrellas sobrevolando el hierro. Ahora la luz del patio era tenue y dorada. “Bueno, uno no termina jamás de conocer a todos sus parientes. Tú no eres feo” me dijo Magdalena con una risita. Le costaba fijar los ojos en un punto. “¿Qué vas a tomar: vino? Yo tomo vino blanco cuando estoy contenta” dijo con un acento que parecía español. Le contesté que sí moviendo la cabeza. No me di cuenta de su sordera hasta que la mujer le preguntó a los gritos si nos cortaba queso. “Córtale un salamín, también” le ordenó Magdalena sin dejar de mirarme: “Yo soy vegetariana desde hace muchos años pero a ti ha de gustarte”. Entonces me di cuenta que la respiración se le hacía pedregosa con cada frase larga. “Pero fumo” agregó; “Muy poco, pero fumo”. La sirvienta hizo un gesto de protesta y se fue a la cocina. “Bueno, dice Natacha que eres una promesa: ya hace tiempo que quiero escucharte tocar. Sé que te vas muy pronto para Montevideo”. “El domingo” le dije, y ella se apantalló una oreja contra el hombro. “El domingo” grité: “Voy a vivir a la casa de un tío”. Magdalena me ofreció un cigarrillo mentolado pero yo saqué un negro de los míos, y ella se adelantó a prenderlo con un pulso tan firme que me desconcertó definitivamente. "


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