El amante de mi madre (fragmento)Urs Widmer
El amante de mi madre (fragmento)

"De vuelta en la ciudad, se acostó nuevamente con Edwin. Ahora él amaba de forma diferente que en París. Daba órdenes. Aparecía inesperadamente en la habitación que había sido la suya y en la que ahora vivía mi madre. Allí estaba, sonreía, apagaba su cigarrillo en la mesilla de noche y ordenaba a mi madre tumbarse en la cama. Ahora sabía cómo quería amar, y mi madre le amaba tal como él quería. Pero ella lo disfrutaba, no es que no le gustara su severa energía.
Raras veces se quedaba mucho tiempo, nunca en realidad. Se ponía los pantalones y se iba, con los labios apretados, sin despedirse. Entonces mi madre se quedaba un tanto confusa en su pequeña cueva, y miraba la cama, el vaso de leche o de vermut cuyo contenido Edwin había vaciado de un golpe antes de desabrocharse el cinturón. Iba al baño, se lavaba en el bidé, se miraba al espejo, ensayaba una sonrisa, y por fin se ponía la falda, las medias, los zapatos. Se fumaba un cigarrillo y miraba por la ventana, hacia un patio en el que jugaban niños. — Mi madre nunca estuvo en la nueva casa de Edwin junto al río. Ni una sola vez. Él siempre iba a visitarla a ella. — Seguía trabajando como antes para la Joven Orquesta, cuyos abonos se habían vuelto entretanto tan codiciados que los invitados permanentes ocupaban todos los asientos del Museo de Historia.
Edwin y mi madre decidieron hacer público el ensayo general, a precios reducidos; y también entonces la sala se llenó casi de inmediato. — Entretanto, llegaba tanto dinero a la caja que Edwin pudo pagar un sueldo a mi madre. No mucho, pero bastaba para la habitación y las necesidades cotidianas. También los solistas cobraban ahora algo así como un caché, y los compositores una especie de honorarios. En cualquier caso, los músicos de la orquesta siguieron tocando sin cobrar —la felicidad del entusiasmo era su salario—, y también Edwin dirigía gratis. Se ganaba la vida —entretanto había cumplido veintiséis años y ya no era un desconocido en el gremio— atendiendo invitaciones en Winterthur, en Ginebra, en Múnich. En Burdeos tenía cuatro compromisos fijos al año, con la Orquesta Sinfónica, y en ellos aceptaba incluso a Beethoven y
Mendelssohn. En una ocasión incluso dio el salto hasta la Ópera de Stuttgart.
Peleas y Melisande. Nadie pudo explicarse cómo y por qué conocía tan bien la partitura como para recibir una llamada telefónica de auxilio, subirse sencillamente al tren y poder estar tres horas después de pie en el foso de la orquesta. Al final, cuando se inclinó en el escenario, incluso los solistas aplaudieron. Sólo él tenía una mirada sombría. — Ahora tenía un amigo, que se llamaba Werner, y al que Edwin —y luego también mi madre— llamaba Wern.
Wern tenía el aspecto de una bola, una bola con una cabeza roja en la que casi siempre había un cigarro. A menudo se limitaba a chupar el cigarro, lo chupaba hasta dejarlo tan blando que se deshacía cuando por fin iba a encenderlo. Era químico, y había desarrollado una sustancia que aniquilaba los pulgones sin matar a las plantas. Su invención tuvo tanto éxito que su empleadora —Químicas Schlieren— duplicó en pocos meses su volumen de ventas. Pasaba cada vez menos tiempo en el laboratorio y viajaba cada vez más: a Italia primero, después a España, en una ocasión incluso a Marruecos. En todas partes hacía demostraciones de su milagroso producto. "



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