Miel del desierto (fragmento)Edith Pearlman
Miel del desierto (fragmento)

"Ni siquiera durante los peores momentos tras la muerte de Carl había padecido ella tamaña obsesión. Cuando pensaba en Carl, recordaba con placer sus cejas marrones, suaves y espesas, y el modo pensativo en que examinaba los aparatos averiados antes de decidirse a repararlos, y el fútbol de los domingos, y el hecho frustrante de su esterilidad, algo que le había molestado a él más que a ella: ella jugaba con las cartas que le repartían. Y, bueno, no era impotente. Ah, los pies. Le gustaba que Paige le lavara los pies y le cortara las uñas, y a ella le gustaba hacerlo, y siempre hacían el amor a continuación, bajando primero las persianas del local, tendiéndose luego en el suelo, con las plantas de los pies en contacto. Deslizándose hacia delante, él le rozaba el interior de los muslos con los talones y luego le ponía el dedo gordo en la cerradura y la soliviantaba durante un rato, y eso era todo lo que ella necesitaba. Tras el éxtasis de Paige, pasaban a posiciones más convencionales y a una segunda vuelta de placer.
Se sentó en el sillón de Bobby y se desprendió de los zuecos. Tomó The Later Roman Empire, que había quedado oculto bajo una toalla. Deslizó los pies desnudos hasta introducirlos en el agua de Bobby, fría ya. Percibió la tranquila desinhibición que le proporcionaba el líquido. Pensó: Bobby y su mujer, su ex, habían sido elegidos para asistir a un desastre y no habían hecho nada al respecto. Otro pensamiento, más pesado y aplastante que un carro de combate, se le aproximó rodando; desde él la contemplaba Carl, decepcionado. Tampoco ella había hecho nada al respecto. No se había negado a que Carl se enrolara. Podría habérselo impedido. Podría haberlo retenido en casa. «¿Cómo estar seguro de que no hubiera un niño en ese coche?», se había preguntado Bobby, media hora antes, con los ojos cerrados, ibidem y sic en su regazo, sin saber ni importarle que estaba hablando en voz alta, sin saber ni importarle que sus nada conmovedores pies habían abierto un agujero en la suave inocencia de ella. «Un niño pequeño, quizá.»
Un niño pequeño, un anciano, un marine maduro… daba lo mismo. Quienesquiera que fuesen se habían visto expulsados de la vida y habían abandonado el futuro. Habían vuelto la espalda a los sobrevivientes, condenados ahora a guardarles luto hasta el fin de sus días. "



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