El camino de los Madigan (fragmento)Anne Enright
El camino de los Madigan (fragmento)

"Sin dejar de repeinarlo, una vez y otra. El olor a incienso y rosas y lavanda que se colaba desde el jardín, jabón de madreselva en las manos de Rosaleen y la nariz de su padre, más respingona a medida que pasaban los días, alejándose de su propio rostro como con desdén. Rosaleen pensó que la monja de las caricias estaba mal de la cabeza. Como si la virginidad se estuviera descomponiendo en su interior, como si el útero se pudriera por haber esperado tanto tiempo, rechazando a este u otro pretendiente por razones obvias en esa época. Un par de hombres jóvenes, o ricos, de pie en la habitación donde yacía su padre, ajustándose la corbata. Muchos hombres cortejaron a la hija de John Considine. Y, al final, se entregó a Pat Madigan en un almiar en Boolavaun; esa noche sintió el cuerpo vivo y atormentado por las ronchas y los picores porque, según le dijo Pat, su piel no estaba acostumbrada al heno.
Dieciséis hectáreas de piedras y ciénaga. Eso fue lo que consiguió. Y a Pat Madigan.
La puerta de la salita estaba ahora cerrada. El fantasma de su padre era una corriente fría de aire que se filtraba por la chimenea rota. Al pasar por el despacho, se sintió angustiada. «¡Calla, calla! Tu padre está trabajando». Miembro de la Sociedad Farmacéutica, caballero de Columbanus, irlandés, erudito, John Considine de la Farmacia Considine. Rosaleen echó un vistazo a su estrecha cama y se preguntó, y no era la primera vez, si su padre habría sido en realidad un hombre tan importante o si todos aquellos hombres, con sus grandes ideas sobre el mundo, no serían pequeños por igual.
Había un trapo de cocina descomponiéndose en el fregadero —se olía desde la puerta— y aquello que construyeron bajo las escaleras, el nuevo aseo, tan reluciente y tan higiénico, no era más que otro desagüe que desembocaba en la casa. La mesa de la cocina estaba cargada con bolsas de la compra y la televisión bramaba. Tenía la noche por delante, quizá un libro ayudara a sobrellevarla. Cualquier libro le valía. Solía leer hasta que todo a su alrededor se desvanecía. Y seguía leyendo. Le gustaba.
Pero antes fue al cajón lleno de papeles. La garantía sin sellar de la lavadora anterior a la que tenía. Talonarios viejos, uno repleto de resguardos acusadores, el resto vacíos. Papeles de la renta. Documentos del Ministerio de Agricultura sobre los terrenos de Boolavaun. Encontró la mujer en la habitación roja y luego otra postal de Dan, esta vez una de Kandinsky con dos jinetes sobre un fondo también rojo. Los animales estiraban el cuello de tal manera que se adivinaban las dificultades del descabellado viaje que habían emprendido. "



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