Mi enemigo mortal (fragmento)Willa Cather
Mi enemigo mortal (fragmento)

"Aquella semana, la señora Henshawe me llevó a ver a una íntima amiga suya, Anne Aylward, la poetisa. Se trataba de una joven que había llegado a Nueva York hacía tan sólo unos años, se había ganado la admiración de algunos literatos y ahora se moría de tuberculosis, superada apenas la veintena. La señora Henshawe me había dado un libro de poemas suyos para que los leyera, diciéndome: «Quiero que la conozcas para que puedas recordarla en el futuro, y quiero que ella te conozca para que podamos hablar de ti».
La señorita Aylward vivía con su madre en un pequeño piso que daba al East River. Al entrar, la encontramos al sol en una silla de ruedas, contemplando los barcos que pasaban por el río. Su estudio era un lugar delicioso aquella mañana, lleno de flores y plantas y cestas de fruta que le habían enviado por Navidad. Pero fue Myra Henshawe la que hizo memorable la visita por su alegría. Jamás la había visto tan animada y extrañamente encantadora como en aquella buhardilla inundada de luz. Su charla me quitó la respiración; dijeron cosas emocionantes y fantásticas sobre personas, libros, música… Hablaron de todo; las dos parecían compartir una especie de lenguaje particular, característico.
Mientras regresábamos a casa, Myra intentó contarme más cosas sobre la señorita Aylward, pero el cariño que sentía por su amiga y la amarga rebelión contra su destino ahogaron su voz. Padecía una angustia física por aquella pobre chica. Mi tía decía a menudo que Myra era incorregiblemente excéntrica, pero yo me di cuenta de que su principal extravagancia consistía en querer a demasiadas personas y en quererlas demasiado. Con sólo mencionar el nombre de alguien a quien admirara, uno tenía la impresión inmediata de que aquella persona debía de ser maravillosa, porque su voz envolvía aquel nombre con una especie de gracia. Cuando alguien le gustaba, siempre lo llamaba innumerables veces por su nombre al conversar con él y, por muy vulgar que fuera, lo pronunciaba siempre con intensidad, sin apresurarse ni comerse las letras; esto, añadido a su mirada extraordinariamente directa, producía un curioso efecto. Cuando se dirigía a tía Lydia, por ejemplo, parecía estar hablando con una persona mucho más interesante que la imagen borrosa y archisabida que yo veía todos los días y, por un momento, me parecía más individual, menos evidente. Había notado esta particularidad en la mirada de Myra y en sus vocativos durante nuestro primer encuentro en Parthia, donde su forma de dirigirse a mis parientes había hecho que todos me parecieran un poco más atrayentes.
Una tarde, mientras asistíamos a un estreno, me fijé en un hombre joven que ocupaba un palco y se parecía mucho a las fotografías de un escritor famoso en aquella época. Pregunté a la señora Henshawe si podía ser él. Ella miró hacia donde yo le indicaba, luego apartó la vista rápidamente. "



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