Memorias de un vagón de ferrocarril (fragmento)Eduardo Zamacois
Memorias de un vagón de ferrocarril (fragmento)

"En la estación inicial o de salida, todos los coches, barridos, sacudidos y con nuestros cristales recién fregados, nos mostramos alegres y flamantes. La máquina, bien engrasada, bien frotada, con todos sus mecanismos bruñidos y expeditos, también parece nueva. Súbitamente se abren dos o más puertas y los viajeros irrumpen en el andén y nos asaltan; con la descortesía de la impaciencia mujeres y hombres, a empellones, ganan nuestros estribos, y corren luego de un lado a otro, como enloquecidos, buscando un asiento. Entretanto los mozos de andén nos cargan de maletas, de sombrereras, de portamantas, de cestas con merienda, de bultos de todos colores y formas, que van metiendo apresuradamente, y como a destajo, por las ventanillas. Cada una de éstas parece una boca; cada estribo, una escalerilla de abordaje. Ya estamos abarrotados todos de personas y de equipajes, y apenas arranca el tren la multitud viajera se aquieta y empieza a dar muestras de ese aire de aburrimiento que conservará durante el camino. Un raro ambiente de monotonía, de fatiga, peregrina con nosotros. En las estaciones del tránsito nunca ocurre nada insólito: unos pasajeros se apean, otros suben… Las conversaciones de nuestros ocupantes son apacibles, y lánguidas y descuidadas todas sus actitudes: éste lee, aquél mira hacia el paisaje distraídamente, la mayoría dormita: a intervalos, un bostezo, un comentario rápido… Los soñolientos han cambiado de posición cien veces, y otras tantas el lector abrió y cerró su libro. Únicamente el cansancio y el silencio triunfan. De pronto, media hora antes de arribar a la estación terminal, como si hubiese recibido una corriente eléctrica, aquella muchedumbre desarticulada y abúlica, unánimemente reacciona. Con raro sincronismo, todos pensaron: —Ya llegamos… y esta idea les sacudió, les removió; los cuerpos se yerguen, los ojos se abren despabilados; quién se arregla el nudo de la corbata y con un pañuelo se desempolva el calzado; quién corre al cuarto-tocador a peinarse; quién se apresura a cerrar sus maletas. Las mujeres se asoman a las ventanillas, y las parece que, desde hace unos instantes, el tren corre más. Apenas hacemos alto, nuestros huéspedes nos dejan con la misma impaciencia y la misma alegría con que horas antes nos conquistaron; su aburrimiento se ha trocado en odio hacia nosotros, y quieren perdernos de vista cuanto antes. Hay quien, para no perder tiempo en bajar por el estribo, salta al andén desde la plataforma del coche. Los mozos de estación, infatigables, nos saquean, y los bagajes salen apretujándose por las ventanillas; los atadijos pequeños escapan en racimo. Cuando el convoy queda vacío los vagones aparecen manchados de mil modos y apestando a tabaco: los periódicos, arrugados, pisoteados, las almohadas sucias, las botellas vacías, las cortinillas caídas, nos dan el aspecto de un lugar donde acabara de librarse una batalla. "


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