Recuerdos de juventud (fragmento)Charles Nodier
Recuerdos de juventud (fragmento)

"Mi tristeza se había disipado y vuelto mi alegría. Me placían mis estudios y ponía en mis afectos familiares toda esta superabundancia de sentimientos gratos que mi alma desbordaba. Me agradaba más que nunca la soledad, porque entonces vivía con ella, me atrevía a amarla, a hablar como si estuviera presente; pero salía de mi aislamiento más contento, más fuera de mí que de una cita misteriosa, donde me lo hubieran concedido o prometido todo. Yo sabía prolongar estas delicias en noches de encantamientos, que lograba arrebatar al sueño. Y allí seguían nuestras conversaciones de amantes, de esposos, que llegaban a engañarme a mí mismo porque ella me decía lo que me hubiera podido decir de verdad. A fuerza de llamar a su alma, más que en realidad la poseía. Yo le hacía repetir: ¡Oh, sí le quiero preguntas...!, y me parecía oírlo aún. Yo me persuadía y no podía engañarme, que ella tenía que estar pensando lo mismo, que sostenía la misma conversación, que sus palabras concordaban con las mías como si ella las contestase. Apreciaba hasta su acostumbrada armonía, hasta sus inflexiones agitadas y nerviosas, hasta el largo suspiro anhelante que las seguía, cuando hablaba con emoción. ¡Cuántas veces he extendido los brazos sobre mi almohada vacía, para apoyar en ellos su pobre cabecita cansada! ¡Cuántas veces he sentido a mi brazo adormecerse bajo su cuello, bajo sus hombros, hasta el punto de confirmarme en mi error, y de no dejarme la menor duda de que ella descansaba encima! ¡Ella duerme!—me decía—. No hay que despertarla. Y mi boca perdía, sin saberlo, el beso que ella daba a sus cabellos. Cuando llegaba el día, comprendía que no estuviese allí. ¿Podían el mundo y su madre acceder a dármela? ¿Y no debía ella obedecer a su madre? Dios y su voluntad me la entregaban: ya era bastante.
Yo gozaba otros placeres además, cuyo precio yo solo conocía: un trozo de cinta azul que en París había caído bajo sus tijeras, una cuerda de su arpa que se había roto entre sus dedos, una plumita que se escapó de su peinado, una romanza escrita y anotada por su mano y cuyos caracteres tantas veces he besado uno a uno. ¡Y sobre todo, una ancolia que estuvo prendida en su pecho, que había sentido latir su corazón y palpitado con él, que recogí bajo su mirada y con su consentimiento un día que la cambiaba por otra más fresca! A los dos nos gustaba esta triste flor, que busca los lugares solitarios, las sombras melancólicas y cuya fuente sombría y dolorosa parece inclinarse hacia la tumba. Aquella ancolia no me ha dejado nunca... ¡Aquí está!
Y cuando Clementina estaba en la ciudad ¡cuántos cuidados para evitar su encuentro, cuántas miradas hacia la lejanía para tener tiempo de cambiarme de camino y no encontrarme a su paso; cuánta atención para obscurecer, para ocultar mi vida, para ahorrarle la pena de oír pronunciar mi nombre! ¡No! ¡Jamás amante alguno puso tanto afán y solicitud para espiar los pasos de su adorada y no perder ocasión de verla, como yo para no ser visto! Volví a verla, sin embargo. "



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