Historia de una parroquia (fragmento)Francisco Candel
Historia de una parroquia (fragmento)

"En este minucioso repaso de TESONES que hizo Felipe Blasco en el 1990 y pico tomó 168 páginas de notas en torno a ellos, en un afán como de aprehender el tiempo lejano y remoto de su niñez, y también por distraerse y no tener mejor cosa que hacer. Cuando el 18 de julio de 1968 murió su amigo el anarquista Pascual Campusinos —curiosa efemérides —estuvo todo el rato a su lado, hasta que dejó de existir. Lo último que dejó de moverse en él, fue una arteria del cuello: después de ladear la cabeza, ésta latió tres veces. Pascual Campusinos había llevado la vida austera del santo laico. Y unos días antes de morir le había dicho aquella célebre frase que los curas de su tercera infancia ponían siempre en boca de los réprobos y ateos: me voy de esté mundo con las manos vacías. Pascual Campusinos no era réprobo, ni renegado ni ateo. Únicamente estaba convencido de que no había Dios ni vida eterna. No moría desesperado ni blasfemando. Cuando dijo lo de las manos estaba tranquilo. En aquel momento la enfermedad no le atosigaba. No era la desesperada estampa del blasfemo que le pintaron los curas de esa tercera infancia, y, sin embargo, la frase estaba allí, pese a que era una frase colocada por casualidad, sin tener nada de la profecía de los curas agoreros. Pascual Campusinos quería decir que su vida de cincuenta y tres años no había sido una vida llena, y que tal vez le hubiera ido mejor si se hubiese dedicado a la plena diversión, a la vida egoísta de sólo pensar en él. Y sonreía al decir esto. Felipe Blasco, a los setenta años, tampoco tenía nada; también tenía las manos vacías pese a las montañas de dibujos que habían salido de ellas. Pero había descubierto que nadie tenía nunca nada y que todo el mundo se iba del mundo con las manos vacías, hasta los famosos y célebres, esos que de tan cacareados por los medios informativos te parece que pueden morir contentos porque se van de la vida con todo hecho. Felipe Blasco, a esta altura cimera de la vida, únicamente experimentaba que había vivido poco. Cuando sólo tenía cuarenta años de edad había preguntado a un hombre que cumplía ochenta qué se experimentaba al llegar a esa meta. Era un hombre inteligente y cultivado que había sido un ' gran periodista, que había viajado constantemente, que se había casado tres veces, que se había codeado con los famosos del mundo entero y había manoseado las noticias que estremecen la conciencia colectiva humana, que el éxito le había acompañado siempre, o así lo parecía, y éste hombre contestó: —Nada. El, Felipe Blasco, a veces, intentaba rememorar el pasado, pero no lograba la plasticidad absoluta del recuerdo. Muchas cosas las recordaba porque las había contado infinidad de veces, pero él sabía que, en el fondo, no eran tal como él las contaba. La versión había ganado al hecho. No podía plasmar lo que ya fue con la nitidez que en las películas y novelas los personajes recuerdan lo que recuerdan. Repasando los TESONES, comentándolos con su familia y amistades, que no hacían mucho caso de lo que les decía, dilataba un tiempo que ya era de por sí dilatado en lo más hondo, recóndito y lejano de su memoria. Los periódicos abarcaban tres años. Tal vez un año o dos antes ya iban él y su familia por la antiquísima parroquia del Castell. No, dos no. El tiempo era largo, entonces, de eso estaba seguro. Y tampoco. La infancia de sus hijos a él le pasó de prisa y a sus hijos no. Qué curioso mecanismo el de las sensaciones. Gran parte de su vida se la pasó queriendo detener el tiempo, se le había pasado deseando que éste transcurriera lentamente. En su niñez no deseaba este moroso discurrir porque eso ya lo tenía, pero sí, instintivamente, había deseado no crecer para no dejar de estar nunca protegido por sus padres, y por muchas sensaciones más que no sabía explicar. "


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