La carrera de Doris Hart (fragmento)Vicki Baum
La carrera de Doris Hart (fragmento)

"Dalmonte llegó a Nueva York en octubre. Doris pagó los doscientos dólares y la prueba duró casi tres horas. Precisamente en aquella ocasión su ronquera había llegado al máximo y le resultaron inútiles las técnicas respiratorias de la Salvatori y del doctor Williams. Bajo su traje nuevo, sintió correr por la espalda el sudor en forma de hilos. No llegó a cantar su obra de lucimiento, el aria de Rossini. Dalmonte se limitó a hacerla cantar notas que sonaban débiles como un soplo. El profesor, por lo visto, tenía una paciencia inagotable y ninguna noción del tiempo. Al cabo de unas horas se despidió de ella con una amable sonrisa. En la antesala, el señor que se había encargado de cobrar los doscientos dólares le anunció que había sido rechazada. Doris se dirigió a pie a su domicilio. En el Central Park se sentó en un banco y se enfrascó en profundas meditaciones hasta el anochecer. Por aquel entonces el abogado había empezado ya a pagarle mensualmente sus cuatrocientos dólares. Vestía bien, no tenía deudas, ni necesidad de emplearse en bajos menesteres. Una parte del dinero se lo entregaba a Cowen para que gestionase el indulto de Basil. Otra la depositaba en el Banco, con sigilo y precaución, porque aún no tenía mucha confianza y no podía sustraerse al temor de que toda su prosperidad cesaría de la noche a la mañana, tan inesperada y repentinamente como había empezado. Entonces vivía en la misma casa de la calle Cincuenta y Seis, en la habitación, tras la puerta vidriera, que había sido un día el taller de Basil. Cuando hubo meditado bastante sobre su derrota, se levantó del banco del Central Park, hizo una seña a un taxi, con un ademán que ya le era familiar, y llegó a su casa, rehuyendo aquella noche encontrarse con la Salvatori. Pasó de largo por delante de su puerta y, al llegar al cuarto piso, se acostó a oscuras. Doris pensó que, probablemente, en otros tiempos habría llorado y se admiró al sentirse cada día más curtida y fuerte. Quería ser cantante y aprender con Dalmonte. Ahora que conocía su paciencia extraordinaria, su fanatismo y su seguridad de sonámbulo, se empeñó más en ser su alumna y llegar a la celebridad. Hasta aquel día no había pecado de ambiciosa. Probablemente su ambición había nacido en aquel banco del Central Park. La Metropolitan Opera tenía vendidas todas las localidades. Nueva York se aturdía llenando teatros, cines, restaurantes y clubs. Una semana le costó conseguir una entrada de anfiteatro para una representación de tarde. Dalmonte cantaba Otello. El cavaliere Dalmonte era un hombre que pasaba de los cincuenta, de una estatura de gigante, con un mechón de pelo blanco sobre la frente y unos ojos atónitos. Sus abrigos eran amplios como una habitación y las artistas que cantaban con él, por kilos que pesaran, parecían siempre niñas a su lado. Doris no le había oído cantar nunca. Sentada muy tiesa, sin preocuparse de la respiración, jugaba con sus guantes de cabritilla. Doris era entonces una joven que no salía nunca sin guantes. Cuando en el dúo final del primer acto, Dalmonte cantó Tu m'amerai per la mia ventura, sintió frío en la espalda como si volviera a tener fiebre. Y cuanto más avanzaba la ópera, más impresionada, más entusiasmada se sentía. Salió del teatro con ojos de iluminada, pero pronto volvió a la realidad. De niña había visto una vez unos saltimbanquis que actuaron en su pequeña ciudad natal. Al día siguiente cogió una cuerda de tender la ropa, la ató a dos árboles en el jardín de detrás de la casa del doctor e intentó andar sobre ella. Se cayó y estuvo dos semanas con un brazo enyesado. Un sentimiento de bravura muy semejante germinó en ella mientras Dalmonte cantaba Otello. Si era humanamente posible cantar así y producir tales efectos con el canto, también ella se saldría con la suya. Se sorprendió al representar mentalmente el papel de Desdémona. "


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