Gabrielle de Bergerac (fragmento)Henry James
Gabrielle de Bergerac (fragmento)

"Era bastante improbable, a todas luces, que la señorita de Bergerac rompiera la promesa hecha al señor de Treuil, tanto por falta de oportunidades como por falta de deseo. Aquellos luminosos días de verano debieron de ser muy largos para ella y me resulta imposible imaginar lo que hacía con su tiempo. Pero ella amaba la verde campiña, como le había asegurado al vizconde, y aunque en sus paseos no se alejaba mucho de la casa, pasaba muchas horas al aire libre. Ni allí ni bajo techo, sin embargo, abundaban las ocasiones de encontrar a un hombre dichoso del que el vizconde pudiese sentir celos. La señorita de Bergerac tenía una amiga, una sola amiga íntima, que en ocasiones venía a pasar con ella la jornada y a la cual retribuía a veces las visitas. Marie de Chalais, nieta del marqués del mismo nombre, que vivía con su abuelo a unos quince kilómetros de allí, encarnaba bajo todo punto de vista el reverso perfecto de mi tía. Era extraordinariamente anodina, aunque dueña de esa chispeante fealdad que tan a menudo agrada a los hombres. Menuda, endeble y morena, ágil y dotada de una inmensa boca, una diminuta nariz impertinente, pies imperceptibles, manos delicadas y una deliciosa voz, todo en ella hacía pensar, pese a su gran nombre y a su ropa fina, en la perfecta soubrette de una vieja obra teatral. Con harta frecuencia, en efecto, se la comparaba con dicho personaje por su modo de vestir y comportarse. Una gorra, una bata y una enagua le bastaban; esto y sus osados ojos negros eran suficientes para encarnar a ese modelo de impertinencia e intriga. Criatura sumamente frívola, llegó a hacerse famosa años más tarde, después de casarse, por su fealdad, sus ocurrencias y sus amoríos; pero tenía buen corazón, como lo muestra su sincero afecto por mi tía. Una y otra expresaban siempre opiniones contrarias y, sin embargo, eran excelentes amigas. Si mi tía quería pasear, la señorita de Chalais deseaba quedarse sentada; si la señorita de Chalais tenía ganas de reír, mi tía deseaba meditar; si mi tía deseaba hablar de religión, la señorita de Chalais prefería hablar de chismes y de escándalos. La señorita de Bergerac era, no obstante, quien solía imponerse y dar el tono. Y, aunque no existía en el mundo nada que Marie de Chalais despreciara más que la verde campiña, pudimos verla ese verano una docena de veces recorriendo los dominios de Bergerac con su corto vestido de muselina y su sombrero de paja, abrazada a la cintura de su corpulenta amiga. Frecuentemente nos cruzábamos con ellas y, apenas nos acercábamos, a la señorita de Chalais se le antojaba hacer un alto para darle un beso al chevalier. Mediante este pequeño ardid, por un rato Coquelin era sometido a sus inocentes agaceries pues, antes que no tener un hombre al que lanzarle los dardos de su coquetería, la muchacha habría ido a hacer ojitos al espantapájaros de los trigales. Coquelin no parecía avergonzarse con los inofensivos avances de ella; al dirigirse a mi tía era propenso a perder la voz o el aplomo, pero al responderle a la señorita de Chalais solía mostrarse ingenioso y locuaz.
En cierta ocasión, ella pasó varios días en Bergerac y, durante la estancia, le rogó a mi tía que la acompañara de regreso a la casa de su abuelo, donde vivía, a falta de otros parientes, con su gobernanta. La señorita de Bergerac rechazó la invitación con la excusa de que no tenía un vestido adecuado para tal visita, tras lo cual la señorita de Chalais acudió a mi madre, suplicó que le obsequiara un antiguo vestido de seda azul y, con sus manos hacendosas, logró adaptarlo a la silueta de mi tía. Por la noche, la señorita de Bergerac fue a cenar con ese atuendo: el primer vestido de seda de su vida. La señorita de Chalais la había peinado también, y la había cubierto con una miríada de colgantes y baratijas; cuando ingresaron juntas en el salón, me hicieron pensar en la bonita duquesa del Quijote a la que escolta su sirvienta española de rostro enjuto y moreno. A la mañana siguiente, un día antes de que ella se marchara del castillo, Coquelin y yo salimos, como ya era costumbre, en búsqueda de aventuras. Si tuvimos o no alguna, no lo recuerdo; lo cierto es que la hora de la cena nos halló lejos de casa, y muy hambrientos después de un largo paseo, por lo que orientamos nuestros pasos hacia una pequeña casucha al costado del camino, donde ya habíamos comprado hospitalidad alguna que otra vez, y en la que entramos sin anunciarnos. Entonces fuimos sorprendidos por la escena que se ofrecía a nuestros ojos. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com