El parque (fragmento)Sylvia Iparraguirre
El parque (fragmento)

"Lisa rompió con los dientes la esquina de celofán y hurgó en el paquete hasta encontrar el rollo diminuto, sujeto con un aro de metal, como los mensajes de las palomas. Decía: ¡Oh, hija! ¿Qué dios te ha arrebatado? E. Guardó el papelito en el bolso y caminó tranquilamente entre la gente, comiendo pochoclo. Se preguntó qué le quería decir esta vez el mensaje de la suerte. ¿Qué querría decir E.? También otras veces le habían salido palabras extrañas. Aunque se esforzaba, Lisa reconocía que no era rápida para asociar esas frases misteriosas con los incidentes de su vida. Lo único que le gustaba era el Parque, caminar sin rumbo entre la gente hasta la hora del Dancing Park.
Algo más urgente la reclamó. ¿Y si hoy no pasaba? Lisa se hacía esa pregunta todas las tardes. El mundo se desplomaría y caería en la oscuridad total, dominaría el caos y nadie podría reconocerse entre sí. Miró a su alrededor alarmada. La gente parecía espolvoreada de ceniza, los cuerpos se movían con lentitud, los gestos entristecían. Era el momento en que las barracas, las maquinarias, las poleas ocultas y las armazones de hierro, las tracciones mecánicas, los asientos suspendidos en el aire y las fachadas tristemente pintadas adquirían el vago aire marchito de ilusión a punto de desaparecer, como fantasmas inanimados de un sueño que declina lentamente hacia la pesadilla. Los gestos y las voces de la gente y de los solitarios del parque que Lisa detectaba de inmediato, se llenaban de oscuros designios, no terminaban de esbozarse o abortaban en trunca aquiescencia y Lisa sabía que cada uno, en el fondo de su corazón, sentía como ella que había vivido para nada, que su vida era un hilo negro en medio de la oscuridad. Hasta los chicos percibían ese desasimiento, corrían unos pasos y se detenían, desorientados, y los que estaban besándose experimentaban como algo maligno la incomodidad de sus cuerpos y la inexperiencia de sus manos. La tensión creció todavía unos segundos más. La congoja le apretó a Lisa el pecho. ¡Pero ocurrió! Volvió a ocurrir y el fuego de las luces la empujó hacia adelante. Millones de luces, blancas, rojas, azules, esmeraldas crecieron y se lanzaron como rayos cruzados, como espirales, como collares, hacia cada rincón del Parque y mucha gente aplaudió. La Rueda de la Fortuna, más gloriosa que nunca cada noche, comenzó su iluminada vuelta para ella sola, llamándola. No existía otra felicidad como aquella, solitaria y a la vez compartida con todos, pensaba vagamente Lisa sin saber que pensaba porque estas sensaciones no se formulaban de manera clara y distinta en su mente sino que permanecían en estado de latencia, bullendo despacio, sin violencia pero con fuerza, debajo de sus ojos tranquilos y del pochoclo que regularmente se llevaba a la boca con cierta actitud mecánica o ausente de muñeca. Pasó sonriente, ahora todos sonreían, junto a la Barraca de Tiro. Las uñas granate de Miss Lizzie tamborilearon en el aire saludándola y sus pestañas indolentes abanicaron a un joven de camisa a cuadros y sombrero tejano que se llevaba la carabina al hombro. Dos solitarios la saludaron con una inclinación de cabeza. Bajo la Rueda gigantesca, extendió el pase y ocupó, sola, su banco para dos. Colocó la traba y esperó. "



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