La máquina de leer los pensamientos (fragmento)André Maurois
La máquina de leer los pensamientos (fragmento)

"Aunque me durmiera tarde, a la mañana siguiente de aquella «juerga» me desperté a la hora habitual y no me encontré cansado. Por el contrario, sentí aquella extraña alegría intelectual del hombre que cree haber hecho una conquista, y en seguida comprendí que mi clase aquella mañana sería más brillante que de costumbre. Tuve que marcharme a las diez hacia Higgins 65 sin haberme despedido de Susana que dormía todavía; sobre la mesa de mi despacho dejé una nota para recordarle que aquel miércoles, como todas las semanas, debía almorzar en el club con mis colegas de lenguas latinas.
Tal como me lo había imaginado aquel día hablé bastante bien. Escogí por tema la política de Balzac. Era preciso, para interesar a los jóvenes americanos, esbozar primero un cuadro de Francia, tal como la habían moldeado las viejas monarquías, la Revolución y el Imperio, y en este cuadro, colocar al propio Balzac y mostrar la naturaleza especial de su realismo y de su catolicismo. Me serví para ello de Chouans, Une Ténébreuse Affaire, Curé de village, Médecin de campagne y Employés. Habiéndome esforzado en presentar estos problemas franceses en términos comprensibles y en emociones al alcance de mis estudiantes, sentí aquella felicidad, tan viva para un profesor, de encontrarse durante una hora ante rostros y miradas ardientes y atentas. Terminé en pleno murmullo encantado, producido por cincuenta voces que dicen: « ¡Qué bien!». En días semejantes, pienso que mi oficio es el más hermoso de todos; otros días lo maldigo, pero no es frecuente.
Aquella mañana mi único sentimiento fue no ver en su lugar habitual a Muriel Wilton. ¿Cómo hubiera podido estar? A las cuatro estaba todavía en casa de los Clinton, sin demostrar el menor deseo de marcharse. Sin duda se había acostado al amanecer y dormía a la hora de clase, como Susana. Tomé parte en una reunión de profesores en el despacho de Macpherson, y luego almorcé con mis colegas. Se habló de los asuntos de la Universidad, del próximo retiro del presidente Spencer, que iba a cumplir setenta años, y del deseo unánime que sentía la Facultad de nombrar como sucesor suyo al decano Turner, gran matemático, hombre justo y querido de todos. Después del almuerzo, di un largo paseo a pie con Clinton y regresé a la Lincoln Avenue deseoso de participar el éxito de mi lección.
Con gran sorpresa por mi parte, no encontré a mi mujer en casa. Rosita, nuestra negra, me dijo que Mrs. Dumoulin había salido desde hacía una hora. Me pareció raro, en Westmouth, que Susana saliera sin mí; si quería ir de compras, la imperfección de su inglés hacía necesaria mi presencia; si deseaba hacer alguna visita, las costumbres locales exigían que la acompañara. En todo caso, su ausencia no me preocupaba, porque la ciudad y el ambiente eran de aquellos en que no pasa nada. Debía preparar una serie de conferencias que me habían suplicado diese en Chicago el próximo mes sobre los moralistas franceses y me puse a trabajar. "



El Poder de la Palabra
epdlp.com