Mar de mañana (fragmento)Margaret Mazzantini
Mar de mañana (fragmento)

"Era la infancia que se retraía. Una nueva fase de intimidad y de vergüenza. En aquella época, Angelina sabía demasiado poco para interpretar el extravío y la tragedia. Empezó a llover, se marcharon corriendo, cada uno a su propia casa. Angelina se detuvo a respirar bajo el árbol del caucho.
Le gustaba la lluvia en Trípoli, era violenta, repentina como sus sentimientos. Angelina dejó que la mojara. Llevaba sandalias blancas, las piernas desnudas, el pelo rizado más claro en las puntas. Sentía algo en su interior, la mano de Alí que la arrancaba de sí misma para introducirla en su corazón árabe, como en el poema. 
El día de su marcha, Alí corrió hasta el arco blanco frente a la casa de Angelina. Permaneció mucho tiempo bajo el sol, esperándola. Angelina llevaba un abrigo, el pelo recogido, estirado como no se lo había visto nunca. El padre y la madre también llevaban ropa excesivamente gruesa. Se habían puesto encima todo lo que habían podido. Una forma de previsión. El tiempo había quedado interrumpido y las estaciones que habían de llegar se mezclaban, confundidas como las capas de ropa. Alí pensó que se pasarían todo el viaje sudando.
Ya no volvería a llevar bloques de cera tosca a la cerería de los italianos, su padre no volvería a entretenerse tomando un zumo de naranjas sicilianas con Antonio, ni a jugar al dominó bajo la marquesina de higos, y él no volvería a esperar las piernas de Angelina, sus saltos por las escaleras, su rostro afilado, sus ojos verdes y crueles. Salía de la penumbra, del olor a cera y a cardamomo. Balanceaba una pierna en el hueco del umbral. Lo miraba como un escarabajo al que no se decidía a aplastar solo por pereza. Alí no entraba en la cerería, se quedaba apoyado en la carrocería pulverizada del Ford, fingiendo leer.
Ninguno de los dos quería que el otro se saliera con la suya.
Cuando empezaban a jugar ya era tarde, se había hecho la hora de irse. Habían sido unos idiotas. Se les quedaba dentro una nostalgia incontenible, un grito de injusticia. No había nadie con quien jugaran igual. Como si fueran una sola boca la que cantara, una sola pierna la que saltara. Acompasados como aves en una única estela. Los mismos pensamientos, los mismos movimientos. 
El día de la marcha de Angelina, Alí entró en la cerería. La puerta estaba entrecerrada, todo con aire de abandono. El taller parecía una iglesia profanada, con un retrogusto a olores lacustres y apagados. La cera rígida pegada en la mesa, las cajas de cedro tiradas de cualquier manera. Las hojas céreas colgadas de la larga cuerda, desgarradas como banderas de un reino muerto. Como las del rey Idris. Un gato estaba sentado sobre los fuegos apagados, limpiándose el pelo del abdomen con las zarpas abiertas, la cola levantada. Otro bebía en la pila de piedra.
La familia había salido del edificio de al lado, sumisos, silenciosos.
Santa y Antonio se habían despedido del hijo del apicultor con un beso.
La puerta verde de la cerería golpeaba sin control a sus espaldas. Parecían tres personas distintas. Tres pálidas máscaras, carentes de toda expresión conocida, sin relación con la vida que Alí les había visto vivir hasta aquel día. Parecía como si alguien los hubiera matado durante la noche, para rehacerlos de cera después. Vertidos en el molde de sí mismos. Guardaban cierta semejanza, pero ya no eran ellos. Hasta tenían los ojos fijos y embebidos de muerte, como los de las aves disecadas.
No parecían albergar los mismos sentimientos. "



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