El jardín (fragmento)Constance Fenimore Woolson
El jardín (fragmento)

"Tenía dieciocho años, era menudo y delgado, bien parecido, con ojos grandes y negros, y de pestañas largas. Sus rasgos estaban bien definidos, sus dientes eran blancos y tenía aquellos rizos que Prudence había acariciado. Aunque ya había decidido deshacerse de ellos, sus rizos eran los adecuados a la usanza de Asís, y de su gorra sobresalía un espeso y brillante flequillo ondulado que caía sobre la frente, lo que le daba un aire romántico. No parecía un curtido carpintero mientras estaba allí de pie, con sus ropas oscuras, confeccionadas con esa particular exageración en la moda que sólo se ve en Italia. Sus pantalones, estrechos en la rodilla, eran anchos y con vuelo a la altura del tobillo, cubriendo a medias sus apretados zapatos andrajosos, de tacones gastados y absurdamente cortos, que, sin embargo, al ser de charol y marcadamente puntiagudos en los dedos, Jo Vanny consideraba de gala. El cuello acampanado de su camisa estaba rodeado por un pañuelo de satén rojo adornado con una herradura dorada. Llevaba un anillo en el dedo meñique de cada mano. A sus ojos, aquel ropaje era espléndido.
También a los ojos de alguien más. Para Prudence, él, allí de pie, era realmente hermoso. Sintió cómo el orgullo materno crecía en su corazón. Pero ella no debía demostrárselo, más bien debía regañarlo por usar sus mejores ropas todos los días.
[...]
El corto y brusco invierno italiano se había apoderado de Asís en enero.
Un gélido viento azotaba las inhóspitas, frías y pequeñas calles hacia finales de mes, arrastrando nubes granulosas de polvo congelado. Los oscuros hogares sin fuego estaban más fríos que el aire del exterior, y la gente, envuelta en gruesas capas de ropa, a las que se sumaba todo tipo de mantos viejos, chales o bufandas, permanecía cerca de las puertas abiertas de sus almacenes y viviendas. La prominencia de delantales o abrigos delataba el scaldino escondido, esa especie de escudilla o brasero de barro a la que los italianos se abrazaban firmemente con la esperanza de que sus pocos carbones mantuvieran calientes sus dedos entumecidos. Sus caras estaban enrojecidas y cubiertas de escarcha, y las manos de los niños demasiado pequeños para sostener un scaldino completamente amoratadas.
Prudence Guadagni, con su gran cesta en la espalda, bajaba hasta el pueblo y recibía dos o tres saludos mientras pasaba. Unos cuantos la conocían, unos cuantos menos la apreciaban, ¿acaso no era extranjera y protestante? Además, qué se podía esperar de una mujer que bebía solamente agua, pura y simple agua, como un sapo, que ni se acercaba al vino, una mujer a quien no le gustaba el aceite, ¡el bueno, dulce y saludable aceite! Los paisanos compadecían a los hijos de Tonio por haber caído en aquellas manos.
Prudence se vestía como si fuera septiembre, salvo que ahora calzaba unas medias de lana y zapatos gruesos y se prendía con firmeza un largo chal alrededor de su cuerpo enjuto. Aquel chal (ella lo llamaba su «chal de montaña») había venido con ella desde América, era verde, con cuadros escoceses, y aún lo consideraba bonito. Su paso no era tan liviano como antes, el reumatismo la había deteriorado seriamente. "



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