Práctica de tiro (fragmento)Nicholas Meyer
Práctica de tiro (fragmento)

"Y se alejó cojeando sin fijarse si yo lo seguía. Lo hice.
El departamento mostraba huellas de un esfuerzo por hacerlo habitable. Estaba repleto y en al­gunos lugares el tapizado se veía roto, pero proli­jo, salvo por algunos lápices de colores y papel para pintar en el piso. Justo en el centro había un televisor nuevo en color, rca, sintonizado en un teleteatro pero sin sonido. Sobre las paredes había murales. Un caballete cubierto con un pe­dazo de género pero sin ninguna tela estaba al lado de una pileta llena de platos sucios. Una cama de una plaza, sin hacer, con una manta del ejército tirada hacia un costado, revelaba un del­gado colchón cubierto con un sucio cotí azul y blanco. Detrás de la cama una ventana de sucios vidrios rajados se abría sobre los deprimentes patios internos.
Browne cruzó el cuarto y se tiró en la cama sin ceremonia. El chico volvió a los lápices de colores y a los dibujos que estaban en el piso, pero me miraba con ansiedad de vez en cuando. Me senté en una reposera de esas que vende "Sears" para el jardín, a la que le faltaba bastante tejido. La atmósfera era irrespirable.
Browne se recostó en la cama, distraídamente se cubrió los brazos con la manta, y se apoyó contra la pared, observando las lindas y silencio­sas imágenes del televisor. Le caía la transpiración pero no levantó los brazos para secársela. Me aflojé la corbata.
[...]
Estaba aún murmurando hipocresías cuando se interrumpió cerrándome la puerta en la cara. Mientras cru­zaba el vestíbulo, pude oír los chillidos de felici­dad que salían del departamento de Browne. Era un día de suerte para él. Y si Bunny pensaba que cien era demasiado, yo me haría cargo de la mitad de la recompensa.
Afuera, el sol brillaba como si intentara hacer hervir la sangre de la gente, y mi taxi había desaparecido. Las dos mujeres aún se estaban abanicando y ocupándose de lo que me di cuenta que era un cajón de cerveza. No se habían mo­vido después de haberme dejado pasar, de modo que pude abrirme camino y bajar las escaleras.
Cuando lo hacía, una de ellas murmuró una obsce­nidad a mis espaldas. No iba a discutírsela.
Había cantidad de tipos sentados en las otras escaleras y ninguno tenía cara de inocente. En verdad dos se estaban acercando para decirme hola. Realmente no podía culparlo al conductor por haberse asustado.
Sin embargo no era así. Mientras me preparaba para el encuentro con los dos negros, el taxi dio vuelta a la esquina con gran chillido de gomas y se detuvo frente a mí. Cuando me abrió la puerta, me zambullí dentro con mi maleta y arrancamos inmediatamente. El dinero era persuasivo, después de todo. Me apoyé en el asiento con un suspiro de alivio. Sé cuándo estoy en inferioridad de con­diciones. "



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