Niños en el tiempo (fragmento)Ricardo Menéndez Salmón
Niños en el tiempo (fragmento)

"Cuántas lenguas celebrarán a este niño. Qué gran literatura en torno suyo. Tantísima belleza escondida en las músicas en su honor. Y, sin embargo, qué pocas letras, qué escasos signos, cuán discretos himnos han mirado a este pedazo de su vida.
No hay misterios en esta infancia. Roma es poderosa, los judíos un pueblo angustiado, el desierto una promesa cercana. Abundan los profetas, falsos como todos, porque toda profecía es miseria, y José cumple con su fe como un hombre sensato, pero no encendido por la religión. María teme la palabra divina como se teme a los animales muertos en las encrucijadas. Queda aún en el mundo mucha tiniebla y hedor.
Los pueblos nacen, crecen y desaparecen. Hay rumores de tribus cuyo solo nombre produce pánico. Llegan viajeros que mencionan a un tal Alejandro, que llegó hace mucho hasta el Indo para morir allí de fiebres, de una picadura ponzoñosa, agotado de yacer con cientos de hombres y mujeres, aplastado por elefantes, traicionado por uno de sus soldados, fulminado por el rayo de alguna deidad sobre la que los judíos escupen su desprecio: cada posible muerte del general depende de la capacidad fabuladora del narrador. Nadie, en esta tierra de Palestina, ha mencionado jamás el nombre de Sócrates ni tampoco el de Buda, ninguno sabe qué significa la palabra ecumene. Cuando se menciona Menfis la gente rumia su ignorancia sin pestañear. Sólo la ciudad inmortal, lejana, remota, viviendo en el esplendor de sus pendones y sus ejércitos, sólo Roma parece contener sustancia suficiente como para someter al tiempo.
Mentira, también ella caerá. También ella. El ángel de la Historia, yo, la Duración, lo sé.
—Si yo de ti me olvidara, Jerusalén, si yo de ti me olvidara —escucha José cantar a los comerciantes que viajan hacia Hispania, llevando todo tipo de dones: especias contra el mal de la vejiga, plantas que se alimentan de insectos, telas a cuyo tacto las yemas de los dedos se tiñen de rubor—. Si yo de ti me olvidara, Jerusalén, si yo de ti me olvidara.
Y su voz, como una letanía antigua, trae al carpintero perfumes de un mundo atribulado.
Una tarde, con una caravana, llega uno de aquellos iluminados que incendian los desiertos y las ágoras. Viene llagado, cubierto de heridas que lo hacen parecer un sarmiento antes que un hombre. Descalzo, su boca hiede, y los perros se disputan los harapos que viste. Él los aleja ladrando. Espantados, los perros se retiran bajo las higueras y los sicomoros. Desde allí miran al hombre con las orejas gachas.
—Vengo —dice— a hablaros del Ungido. Llegará un hombre que nos sacará de la indolencia, de la apatía, de esta desidia en la que vivimos hace años. Lo reconoceréis por su verbo y por su aspecto. Hablará como un trueno y será bello como un incendio.
José mira al profeta desde la entrada de su casa. No siente ternura por su miseria. En sus oídos las palabras del hombre carecen de eco. Pero María, allá dentro, en penumbra, siente inflamada la lengua, como si hubiera comido pimienta a puñados. Cierto día, melancólica, recordará aquella fuga infinita en la boca del hombre, el miedo como argumento, el ansia, el pavor, las fuerzas oscuras que una simple voz humana pueden convocar.
Porque todo milenarismo es terrible. "



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