Cervantes (fragmento)Bruno Frank
Cervantes (fragmento)

"Había conseguido su nombramiento pagando inmensas sumas a los dignatarios del Serrallo de Istambul y a las mujeres del Sultán, y se disponía a extraer de su magnífico reino todo el dinero del soborno más sus intereses. ¡Ay del cautivo que preparase todavía su huida! Se habían introducido nuevos métodos de tortura, más lentos y minuciosos. El nuevo soberano mostraba una predilección especial por la intimidación, e implantó una pasión por la crueldad tan fría y metódica, que fueron numerosos los propios moros y turcos que se mostraron abiertamente horrorizados. Los métodos habituales de ahorcamiento, decapitación, estrangulamiento y quema le deparaban poca satisfacción, y prefería procedimientos más selectos. Uno de ellos, el empalado, consistía en atravesar todo el cuerpo de la víctima con una estaca puntiaguda; el rey apostaba con sus secuaces sobre el punto por donde saldría la estaca introducida: el ojo, la boca o la mejilla. Sobraban oportunidades para semejante clase de diversiones. Si al examinar una columna de esclavos realizando cualquier trabajo se declaraba insatisfecho, ordenaba sin parpadear que a todos ellos les fueran cortadas las orejas; y si tenía ganas de bromear, hacía que les pegaran las sanguinolentas orejas en la frente y los mandaba trotar dando vueltas por la plaza en torno a la Djenina, al son de la estridente música de los genízaros.
Su fiereza, por otra parte, no se limitaba a los esclavos cristianos. Aterrorizaba a su milicia, y llevó a la corporación de los reís a sublevarse contra él a causa de sus trucos perversos y sus medidas opresivas. Era odiado en todo el norte de África, pero a la vez era admirado por su audacia salvaje, que conocía tan pocos límites como su brutalidad.
Tenía el aspecto de un pirata de ficción: alto y enjuto, una pelirroja barba rala le brotaba del mentón, y sus ojos brillantes estaban siempre enrojecidos. Los que se acercaban a él afirmaban que despedía olor a sangre.
Éste era el hombre a quien el esclavo manco Miguel de Cervantes hacía frente y sobre quien, en cierto modo, triunfó. Hassan le había expulsado de su emplazamiento junto a la Zawia, de manera que los analfabetos ya no volvieron a encontrarlo. El movimiento en la plaza de las ejecuciones delante de Bab–el–Wed era demasiado terrible, y de nada servía que la puerta y el muro se ocultaran tras los arbustos. Siempre se oían los gritos de las víctimas y se percibía el hedor de la carne quemada o de los cadáveres tirados por las calles, porque estaba prohibido enterrarlos. A la vista de todos, como escarmiento, se pudrían aquellos que, habiendo alcanzado un grado suficiente de desesperación, habían tenido bastante coraje como para intentar la huida del infierno.
Ésta, sin embargo, siguió siendo la meta de Cervantes. El horror ya no lo dejaba postrado por la fiebre, aquella época había pasado. Él también quería huir, llevándose a cuantos más compañeros pudiese, y, una vez fuera, en el mundo cristiano, organizar un justiciero golpe contra el infierno. "



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