Horas en una Biblioteca (fragmento)Virginia Woolf
Horas en una Biblioteca (fragmento)

"Así las cosas, el conde y el médico emprendieron regreso a Wilton, y Providence se encargó de que naufragasen en plena travesía. Melville por su parte huyó tras grandes dificultades. Se hallaba casi embriagado y sometido a la realidad debido a esas útiles medicinas, la paz, la quietud, la libertad perfecta. Si no hubiera encontrado resistencia a su partida, es posible que hubiera sucumbido para siempre. La risa dejó de surtir efecto. Es llamativo que en el prefacio al libro que escribió después insista con todo cuidado en que «caso de que se muestre cierta jocosidad sobre algunos curiosos rasgos de los tahitianos, téngase en cuenta que no proviene de la menor intención de ridiculizarles». En tal caso, su relación de algunos curiosos rasgos de los marinos europeos, que escribe a renglón seguido, ¿procede de una nula intención de satirizarlos? Es difícil de saber. Melville informa con mucha viveza, con vigor, pero rara vez se permite hacer comentarios. Encontró el ballenero en el que le cupo regresar «en una situación de gran alboroto». La comida se había podrido, los hombres estaban levantiscos. En vez de tocar tierra y perder a su tripulación, que sin duda habría desertado, lo cual le habría hecho perder el cargamento de aceite de ballena, el capitán fijó el rumbo en alta mar. Mantuvo una férrea disciplina mediante una ración diaria de ron, y los grilletes del contramaestre. Cuando por fin expusieron los marinos el caso ante el cónsul británico de Tahití, la fuente de la justicia les pareció espúrea. Sea como fuere, Melville y otros que habían insistido en que se respetaran sus derechos legales se encontraron al cargo de un nativo viejo, a quien se instruyó para que les pusiera cepos en las piernas. Pero su concepto de la disciplina era más bien exiguo, y de un modo u otro, con la belleza del lugar y la amabilidad de los nativos, Melville volvió de nuevo, curioso, tal vez peligrosamente, a sentirse contento. Una vez más hubo libertad e indolencia; las antorchas iluminaban la selva de noche; hubo bailes a la luz de la luna; hubo peces con los colores del arcoíris que centelleaban en el agua, hubo mujeres engalanadas con todas las flores posibles. Atento, Melville oyó a los ancianos tahitianos que cantaban en tonos bajos, tristes, una canción que decía así: «Las palmeras habrán de crecer, el coral habrá de extenderse, pero el hombre dejará de ser». Las estadísticas le dieron la razón. La población había pasado a ser de doscientos mil a nueve mil en menos de un siglo. Los europeos llevaron a las islas las enfermedades de la civilización a la vez que sus ventajas. Siguieron los misioneros, que a Melville le desagradaban. «Probablemente no exista una sola raza en la tierra —escribe— menos dispuesta por naturaleza [que los tahitianos] a aceptar las admoniciones del cristianismo». Enseñarles cualquier oficio de provecho es imposible. La civilización y el salvajismo se fundieron de manera insólita en el palacio de la reina Pomaree. "


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