El libro de Caín (fragmento)Alexander Trocchi
El libro de Caín (fragmento)

"Hay ocasiones en que permitiría que un hombre muriera bellamente, aunque de un hombre espero que sea consciente de sus actos, y lo consideraré indigno de ese nombre si no lo es, aunque reconociéndole el derecho legal a ese título, título que, sin entrar a fondo en la cuestión, acepto sin discutir por razones de prudencia, que es, por otra parte, lo que se me aconseja que haga.
El que habla, no sabe, el que sabe, no habla.
Marzo ventoso y empiezo de nuevo.
Resulta terrible. ¡Qué angustioso es este impulso que me lleva a dejar una constancia de mis pensamientos que va más allá de lo que es sensato recordar! Es, indudablemente, d-e-s- h-o-n-e-s-t-o. ¡Ojalá pudiera encontrar algo que me motivara del mismo modo! La marihuana tiende a ponerme contra mí. Mi sombra me espera, un instante por delante de mí, y el hecho de que lo sé puede paralizarnos durante largo rato. Este engañarse a sí mismo, por más que pueda sentirse como una pérdida de tiempo o, peor aún, como algo peligroso para la propia identidad, es algo que conocen bien los sabios. Vivir dentro de los límites de la propia imaginación es un acto valeroso y necesario; todo hombre debe ser consciente de que las víctimas de su imaginación pueden ser muchas. El común de los mortales teme a la imaginación por ese motivo; un buen motivo, dirán los que mandan. Digamos a los que mandan que nunca hay un buen motivo para tener miedo. Pues lo que nos destruirá es el miedo.
El autobús de la Octava Avenida me llevó a la calle Treinta y cuatro, al cruce entre la calle Treinta y cuatro y el muelle 72. El remolcador ya estaba allí, y subí a bordo de la Samuel B. Mulroy bajo una lluvia de insultos del patrón. El gabarrero es el apestado del puerto de Nueva York: o es viejo y no puede trabajar, o es un muerto viviente que no quiere. Cuatro gabarras, amarradas formando una hilera, esperaron durante tres horas en un extremo del muelle 73 hasta que subió la marea. Poco después de la medianoche volvió el remolcador y comenzó el arrastre de las gabarras Hudson abajo hasta el amarre de la Upper Bay. La mía era la última, y me senté a popa, a la puerta abierta de la cabina, y contemplé cómo la oscura costa oeste de Manhattan se deslizaba a mi derecha. Recordé una noche, hacía mucho tiempo, en que había traído a una chica a bordo de excursión, y, más o menos a la misma hora, sentados desnudos en rollos de cabos en la última de un largo convoy de gabarras, gritábamos a voz en cuello, enloquecidos, mientras nos alejábamos de Wall Street y nos mecían las negras olas. "



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