El relato del coronel Morse (fragmento)Charles Sealsfield
El relato del coronel Morse (fragmento)

"Una hora debí de haber cabalgado así. Poco a poco se me fue haciendo demasiado largo el tiempo. Mi reloj marcaba la una —a las nueve en punto habíamos partido—. Así que llevaba cuatro horas en la silla y si descontaba la hora y media que había tardado en rodear a los novillos, quedaban tres horas y media para mi propia caza salvaje. Quizá me había alejado más de lo que pensaba de la plantación. Mi apetito empezó a despertarse con fuerza. Estábamos a finales de marzo, el día era soleado y fresco como uno de nuestros días de mayo en Maryland. El sol brillaba ahora dorado en el cielo, pero la mañana había sido turbia y nublada, y desgraciadamente acabábamos de llegar a la plantación el día anterior por la tarde, nos habíamos sentado en seguida a la mesa y conversado toda la tarde y la noche, de manera que no había tenido oportunidad de orientarme sobre la situación de la casa. Este descuido empezó ahora a asustarme un poco, también recordaba los insistentes ruegos del negro, las voces de míster Neal; pero, a pesar de todo, me consolaba todavía; seguramente no me hallaba a más de diez o quince millas de la plantación, las manadas tenían que aparecer en cualquier momento y entonces ya no podía equivocarme. Esta actitud consoladora no duró mucho y volvió la sensación de angustia, pues había estado cabalgando otra vez durante una hora y todavía no había visto ni rastro de algo que se pareciese a una manada o a una plantación. Me puse impaciente, incluso enfadado con el pobre míster Neal. ¿Por qué no enviaba en mi busca a uno o a varios de sus negros perezosos o a su cazador? Pero éste había ido a Anahuac, recordé haber oído, y no estaría de vuelta antes de un par de días. ¡Aun así el hombre de Kentucky podría haberme hecho una señal con uno o dos tiros de escopeta! Me detuve, escuché: ningún sonido —profundo silencio a la redonda—, hasta los pájaros de las islas callaban; toda la naturaleza dormía la siesta, para mí una siesta muy inquietante. Hasta donde alcanzaba la vista, un mar de hierba ondulante, aquí y allá grupos de árboles, pero ningún rastro de vida humana. Por fin, creí haber descubierto algo. El siguiente grupo de árboles era, sin duda, el mismo que había admirado al partir por la mañana; se enrollaba como una serpiente que se enrosca para saltar. Lo había visto a la derecha, a unas seis o siete millas de la plantación: no podía equivocarme si ahora tomaba la dirección por la izquierda. Y sin vacilar la tomé y troté durante una hora, y otra más en la dirección en que debía hallarse la casa, troté sin parar. Durante varias horas estuve cabalgando así, parando, aguzando el oído por si oía algo, un disparo, un grito. No se oía nada en absoluto. En cambio, hice un descubrimiento que no me gustó. En la dirección que habíamos tomado al partir, la hierba era más frecuente, las flores más raras; sin embargo, la pradera por la que cabalgaba ahora tenía más bien el aspecto de un jardín —un jardín de flores donde apenas se veía el verde—. La alfombra de flores más colorida, roja, amarilla, violeta, azul que había visto jamás, millones de maravillosas rosas de pradera, nardos, dalias, áster como ningún jardín botánico del mundo puede criar tan hermosos y abundantes. Mi mustang apenas podía avanzar a través de aquel mar de flores. "


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