Vida y muerte en la URSS (1939–1949) (fragmento)Valentín González
Vida y muerte en la URSS (1939–1949) (fragmento)

"Vamos, dijo mi esposa, en medio del llanto. No conseguirás nada de estas alimañas.
La Pasionaria se volvió hacia ella, amenazante: "Pagarás muy caro haber ayudado a este perro trotskista.
Nos marchamos inmediatamente. La violencia de la disputa había aterrorizado a mi esposa. Temía que La Pasionaria y sus seguidores tratarían de que las cosas empeoraran para mí, de modo que trató de movilizar a sus amigos más influyentes en mi favor. Primero apeló a la hija de Stalin, una vieja amiga de ella; no logró absolutamente nada de ello. Luego solicitó la ayuda del secretario de Kalinin, Gorki, que había ejercido de testigo en nuestro matrimonio. Gorki persuadió a Kalinin para que me recibiera.
Ariadna y yo llegamos a la oficina de Kalinin en torno a las tres de la tarde. Ella vino conmigo en calidad de mi intérprete, como hacía en ocasiones, ya que mi conocimiento del idioma ruso no era lo suficientemente bueno como para hacerme entender.
El Presidente Kalinin me recibió paternalmente y me dijo, "Puedo ver lo difícil que te resulta adaptarte a la disciplina soviética. Aún eres cautivo del individualismo español. En esta ocasión puedo ayudarte, pero no podré protegerte indefinidamente. Me temo que terminarás en Siberia si sigues dando dentelladas con tus acerados dientes."
Dio una serie de órdenes y dispuso que se emitieran una serie de documentos temporales para mí. Al verme tan mal vestido, me proporcionó incluso algo de dinero para que me comprara ropa. Kalinin a menudo hacía regalos de este tipo a las personas que reclamaban su ayuda con respecto a otros asuntos. Finalmente, me invitó a regresar de nuevo y contarle cómo me iba.
El hecho es que fui después de un tiempo para mostrarle el traje nuevo que había adquirido gracias a su dinero y agradecerle su comprensiva simpatía. Esta vez su recibimiento fue mucho más frío. En su haber se hallaba un dossier del Comité Español que me definía de forma muy peyorativa. Pero aún le recuerdo con enorme gratitud. Quizás sea el único recuerdo realmente grato que converso de mis diez años en la Unión Soviética.
Con los documentos proporcionados por Kalinin, pude al fin abordar el proyecto que me había llevado a Moscú. En junio de 1944 intenté por primera vez alistarme en uno de los ejércitos formados por extranjeros en período de formación. Elegí el Ejército Polaco. Pero era mucho más complicado de lo que había imaginado en un principio. Para ser aceptado, incluso como soldado privado, el voluntario tenía que demostrar que nunca había sido condenado por delito alguno y que, además, era absolutamente fiable. Conocía la primera de estas dos condiciones; a pesar de las muchas medidas disciplinarias que se me habían impuesto, nunca había sido condenado formalmente. Sin embargo, todo era diferente en relación al segundo condicionante. De todos los ejércitos extranjeros, los polacos eran los más exigentes en sus estándares de confiabilidad. Determinaron que mi carácter no era suficientemente fiable. En realidad tenían razón. No albergaba intención alguna de ser confiable.
Mi siguiente intento fue esta vez con los yugoslavos. Su ejército estaba siendo formado en Kolomna, una ciudad distante unas ochenta millas de Moscú. Un oficial que yo conocía de España me llevó con él al campo. Pero luego yo llegué a ser sospechoso de espionaje y delación y arrestado. Fui conducido ante la presencia de los oficiales al mando, que me amenazaron con dispararme un tiro a la cabeza. La razón por la que había despertado sospechas no era otra que el haberme declarado como El Campesino. Los yugoslavos pensaron que era una burda mentira. ¿Por qué uno de los más famosos generales de la guerra española iba a unirse a un ejército extranjero en calidad de soldado privado? La historia no sonaba muy convincente. Ellos no tenían ni idea de mi identidad. Ciertamente podría no ser El Campesino. Si usaba ilícitamente su nombre, podría ser por un motivo tan especial como peligroso. Por lo tanto sólo podía ser un espía.
El razonamiento era incontestable. Me podrían haber disparado allí mismo, si no hubiera sido por un golpe de fortuna. Un coronel a quien había conocido durante la guerra española avaló mi identidad. Me dijo, "Puedes dar gracias a Dios o al diablo por haberme encontrado. En España fuiste un buen comandante comunista. No me gustaría que te dispararan."
Tras su intervención, era libre de nuevo. Pero él rechazó ayudarme para unirme al Ejército Yugoslavo. Comprendió que los rusos sentían animadversión hacia mí y no quería comprometerse demasiado.
No intenté enrolarme en ningún otro ejército. Sintiéndome atrapado y frustrado, me topé con la idea de apelar a la única persona en la Unión Soviética que podía romper aquel nudo gordiano. Así, a comienzos de agosto, escribí una carta a Stalin. "



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