El baile del reloj (fragmento)Anne Tyler
El baile del reloj (fragmento)

"A lo largo del día había conseguido hacerse una idea más precisa de aquel hogar y, en consecuencia, de sus habitantes. Cheryl había resultado ser una niña pulcra, de costumbres asentadas, de señora mayor. (Prefería hacer ella misma su colada, porque su madre dejaba las cosas en la secadora tanto tiempo que salían muy arrugadas.) Denise era algo caótica: en su habitación, la cama sin hacer y un mar de ropa tirada por el suelo, ejemplares de la revista People y latas de Pepsi Light. La cocina estaba equipada de manera rudimentaria, con unas pocas cacerolas y sartenes, y algunos platos y cristalería de distintas procedencias, aunque contaba con una batidora eléctrica y numerosos recipientes para bizcochos y tartas, así como bandejas de horno para galletas porque a Cheryl, como pronto se supo, le encantaba la repostería. A Willa le dijo que de mayor quizá abriera una pastelería para vender tartas de cumpleaños.
Aquel era un hogar con solo lo imprescindible, y sus habitaciones, pequeñas, estaban muy poco amuebladas, y con piezas que parecían haber tenido ya una larga existencia en otras casas. En la sala de estar, los dos únicos cuadros que había eran una reproducción enmarcada de Los girasoles de Van Gogh y un póster de los Ramones. Los únicos libros en la estantería, libros infantiles, algunos para niños muy pequeños y otros (en su mayoría relacionados con los caballos) para los de más edad. Willa tendría que haberse compadecido por lo exiguo de todo aquello, pero en realidad lo que más sintió fue envidia. Deambuló, absorta, por las habitaciones, disfrutando con el sonido hueco de sus tacones sobre el gastado parquet. Desde una ventana contempló el patio de atrás, repleto de maleza, donde Peter se sentaba con el portátil a una mesa de hierro forjado con manchas de óxido. Escuchó a escondidas la conversación telefónica de Cheryl en el recibidor: una llamada de su madre, la tercera de aquella tarde. «Sí, mamá, estamos bien. Peter, Willa y yo hemos ido a Giant y hemos comprado un montón de comida. Vamos a cenar chuletas de cerdo.» Denise les había dicho que no se molestaran en volver a visitarla, pero Willa se preguntó si no deberían haber ido de todos modos. Era evidente que Denise, ociosa en su cama de hospital, se preocupaba por lo que sucedía en la casa. En el jardín delantero, también descuidado y que no medía más de cuatro metros desde la casa hasta la acera, Willa descubrió a un adolescente podando el seto bajo de boj que bordeaba el camino hacia la calle. Incluso desde lejos se veía que no se trataba de un jardinero profesional. En primer lugar, se asemejaba a un elfo. Estaba tan delgado que recordaba a una judía verde, vestía vaqueros de pitillo, un jersey de rayas azules y blancas, y un puntiagudo gorro de punto de rayas rojas y blancas del que sobresalían, casi en horizontal, una maraña de dorados tirabuzones, lo bastante largos para tocarle los hombros si no le hubieran crecido desafiando tanto la gravedad. Además, no parecía que supiera lo que estaba haciendo. Sujetaba torpemente unas enormes podaderas y cercenaba un diminuto brote aquí, otro allá, con largas pausas intermedias. Cortar, pensar un rato; cortar, pensar otro rato. De cuando en cuando miraba hacia la casa, como si esperara que alguien se fijara en él.
Willa abrió la puerta mosquitera y salió al porche. "



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