Secreta entraña (fragmento)Alejo Urdaneta
Secreta entraña (fragmento)

"“Rodando a goterones solos, a gotas como dientes, a espesos goterones de mermelada y sangre” (Pablo Neruda: Agua Sexual: Residencia en la Tierra)
Te sienta bien mi vestido, estoy segura de que se confundirán, decía mientras cambiaban sus ropas, separados por el biombo en el desván de la casa. Jaime tomaba las de su hermana y mientras se despojaba de las suyas iba pasándolas para que ella las vistiese. Después se veían en el sucio espejo de la pared opuesta al rincón donde se quitaban el traje. Era casi imposible distinguirlos a simple vista: en la adolescencia los hermanos no parecen diferentes, y ellos se asemejaban en la forma del cuerpo, en los gestos, en el perfil, el diseño de las cejas.
El juego lo hacían a menudo en la hora del crepúsculo para ampararse en la semipenumbra, preparando detalles que mejoraban con el tiempo. Gloria recogía su largo cabello en un moño que disimulaba con una gorra marinera, y Jaime usaba un turbante que le daba exótica apariencia. Los trajes se cambiaban igual que la personalidad, y salían luego desde la buhardilla hacia los corredores de la casa. Allá está sentada la abuela, con el bordado en acción silenciosa, el movimiento de la casa es normal; y pasa Oscar, el hermano mayor, con silbido de aventuras para la noche. La gente de la casa ve en Jaime un ligero contoneo al caminar pero no es importante, y a Gloria la ven decidida en los gestos, así es la adolescencia. Al regresar a sus trajes y devolver cada uno la persona robada, ríen de la travesura.
Una tarde vuelven al desván. Gloria pasa detrás del biombo a quitarse el traje y está ante el espejo, sin saberse contemplada. Jaime admira hechizado el cuerpo frágil que va sacando cada pieza. Está perturbado con la escena, se ha abierto en él un portal de tormento y se conmueve lo inocente de su relación limpia hasta hoy, los sentidos alertan a la conciencia. No; es una equivocación. Distrae la mirada hacia otras impresiones y recuerdos, sin resultado: allí está la efigie en movimientos lentos, brazos hacia arriba para sacar la blusa, pechos breves y punzantes, risa suelta, el cuerpo danza y se despereza en la luna de azogue. La contempla con fijeza y estupor, siente el fragor del cuerpo, el desasosiego de las formas. Cuando Gloria haya cambiado con él su traje no la verá de igual manera, y sabe que las noches serán desde ahora solitarias, como sus sueños. La gorra marinera no basta para desvanecer la aparición en el espejo.
Van al corredor para retar a la abuela, al hermano mayor, a la gente de la casa. Sale Oscar de su cuarto con la misma ligereza, y mientras Jaime vira el rostro para que sólo se vea su gorra marinera, le dice en secreto: vendrás conmigo a celebrar un descubrimiento, pero no digas nada a tu hermanita. Gloria está alejada de esta breve charla pero escucha la invitación y siente la curiosidad del ofrecimiento. Y celos.
Oscar esperará a Jaime a la hora convenida, y cuando la figura juvenil aparece en el portal de la casona, frente a la plaza central, le repite que guarde silencio: la orden es acatada, sin preguntas. De allí irán a los arrabales de este pueblo severo en costumbres, a lugares donde no hay severidad sino desfachatez. Aquí las luces no tienen el apagado color de las farolas de la plaza, son luciérnagas de fuego que se mueven al compás de una música monótona y ritual.
La sorpresa enmudece a Jaime. Se ajusta la gorra marinera y asume actitud de reto. Esta primera vez no debe alarmarte, todo es fugaz y placentero. Obsérvame y sigue mis pasos. Oscar lleva del brazo a su hermano adolescente, lo pasea por calles apenas alumbradas, frente a pórticos que atraen e insinúan misterio. La música acompasada en el tiempo parece interminable. Diapasón repetido y repetido en la ansiedad o el miedo de Jaime; en el fondo de la casa avejentada, las cicatrices de un patio descubierto, y alrededor mesas sin manteles rodeadas de siluetas. Fogonazos de luz dan forma y movimiento a las figuras sombrías. Jaime observa ahora con menos asombro.
Oscar lo lleva a una de las mesas y son acogidos con bullicio. Siéntate aquí, niño lindo, le dice la mujer cuando Jaime recibe el empujón de su hermano. Hacen el corro con el resto de acompañantes. La mano de la mujer aferra la pierna de Jaime, la voz femenina es ronca e insinuante, el olor de perfume rancio se despega y pasa a la mano de Jaime. Desconcierto, acaso curiosidad.
El ambiente es más denso. Alcohol, aroma de frituras, aceite quemado en lámparas, todo choca dentro del patio y se extiende a la conciencia de Jaime en su temprano aprendizaje. Cada vez más relajada la voluntad a los abrazos de la mujer, ven mi niño, no tengas miedo; y Jaime retrocede en el asiento y mira a Oscar en busca de auxilio. No tengas miedo, acércate a ella y responde a la caricia interminable que te brinda. Otro trago y Jaime va hacia la confusión y la culpa, qué puede hacer en este momento. La gorra marinera se ha corrido a un lado, por el sudor y la inquietud de las manos, la gorra está a punto de caer cuando la mujer toma del brazo a Jaime y lo lleva hacia un corredor que pasa por puertas cerradas, abiertas, cuerpos desmayados, risas, olor turbio, hasta una última puerta que abre con violencia. Ven mi niño lindo, pasemos sin miedo.
La boina de marino está ahora en manos de la mujer que acaricia el cabello suelto de Jaime, dibuja con sus manos el rostro adolescente, abraza el cuerpo tembloroso, hasta decir yo lo sé, y me gusta, y no eres Jaime, no me importa, me gusta.
La noche es ahora completa y la lluvia remueve el olor de la tierra. Es un aroma semejante a la savia, espeso y lento, que viene en goterones incontenibles y cae en los surcos de la calle. Vitaliza el camino que va hacia la casona familiar y se escucha también como un reflejo en el turbio local: golpes de viento como espasmos sobre los árboles, nueces rotas al caer con violencia, abiertas para desnudar su secreta rugosidad.
En la casa, Jaime la contempla en el espejo, con el estupor que antes sacudió sus sentidos. Allí está ella todavía, desde ahora y para siempre. El grito del viento entrecortado hace desfallecer su voluntad en el instante de la entrega ritual, frente al cristal azogado, y otra lluvia colma el ambiente cerrado del desván y es como espada que gotea, espesa y lentamente, igual que en la calle. "



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