Cox o el paso del tiempo (fragmento)Christoph Ransmayr
Cox o el paso del tiempo (fragmento)

"Como si, desalentados por una sola flecha y a pesar de ese oprobio, los jinetes hubiesen traído un precioso botín de la expedición a la Gran Muralla, durante el trayecto de vuelta al corazón del imperio los acompañó un viento primaveral constante y a rebosar de aromas. Todo el camino, que, cuanto más se acercaban a su destino, pasaba cada vez menos por leguas de nieve y después únicamente por tierras pantanosas y prados descoloridos por el invierno, lo inundaban los olores, sonidos y voces incomparables de la primavera.
Incluso las callejas de los suburbios de Bijng, por cuyas alcantarillas flotaban heces e inmundicias que el agua del deshielo empujaba con fuerza, olían, por encima de toda esa peste, a musgo húmedo, a tierra del bosque y a rocas lavadas y brillantes. El Turdus mandarinus, el mirlo chino, cuya silueta Cox conocía de un atlas de aves para cajitas de música, imitaba, entusiasmado por el final del invierno, un canon de rumores de vida que entraban por las ventanas abiertas... Los berridos de un niño de pecho, el silbido de un hervidor de agua o las escalas quejumbrosas de una flauta de bambú que un colegial anónimo y desesperado repetía muerto de miedo por los bastonazos del profesor... En las casas de los súbditos que no tenían la suerte de vivir protegidos e iluminados por el esplendor de la corte, las espirales de humo que se elevaban de los portaofrendas del templo ocultaban, como si se compadecieran de ellos, el cielo negro, las manchas de agua y los lugares, semejantes a picaduras de viruela, en que el revoque se había caído de tan podrido que estaba.
Cuando la tropa llegó a la hospedería de los compañeros de Cox, rodeada por un extenso jardín, los caballos pisotearon la tierra negra y blanda haciendo pedazos decenas de vástagos de los que estaban a punto de brotar diminutos cotiledones, pero en esos momentos, a la luz del sol, la prepotencia de la vida era tal que las huellas de las herraduras de los corceles de batalla en los arriates no eran mucho más que un recuerdo del poder de la destrucción, ni más amenazadoras que una única flecha lanzada contra la interminable Gran Muralla.
Los jinetes entregaron a los excursionistas a cuatro aburridos soldados de la guardia apostados ante el portal y desaparecieron sin decir palabra y tan bruscamente como habían aparecido ante la residencia del Maestro Cox unos días antes, todavía en una estación del año que ahora hacía tiempo que parecía terminada. "



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