Una hermosa doncella (fragmento)Joyce Carol Oates
Una hermosa doncella (fragmento)

"Tenía once años. Estaba en sexto en el colegio de Vineland South. Se encontraba en su tercera hora, que era ciencias sociales, cuando, sin previo aviso, se oyó una voz angustiada por los altavoces y se vio que el anuncio era una sorpresa y una conmoción para la señora Wilnik, que era su profesora. La seria y asombrada señora Wilnik, que intentó permanecer tranquila, alzó su voz temblorosa y ordenó a los alumnos que se pusieran de pie junto a sus pupitres, por filas, de manera ordenada, y salieran del aula de uno en uno, como en los simulacros de incendios, y caminaran —caminaran, sin correr— hasta las escaleras, abajo y afuera. Recordad: «Hay que caminar, no correr». Y Katya estaba asustada, y Katya estaba excitada, de pie y moviéndose con los demás, al pasillo, tan abarrotado, como el interior de un túnel o una alcantarilla, hasta las escaleras, que crujieron bajo el peso de todos esos pies ansiosos, y bajando en fila india, en un silencio antinatural, interrumpido por las instrucciones amplificadas en esa voz ensordecedora de adulto. Katya era veloz como una anguila; siempre era rápida, mandona y astuta en situaciones de confusión. Avanzó para ponerse al lado de una amiga, las dos agarrándose las manos frías en la emoción del pánico —«¿Una bomba?, ¿crees que es una bomba?»—, porque en esos momentos una siempre quiere que suceda algo y el miedo es que... ¿Qué? Éste no era un simulacro cualquiera; no había una alarma que sonara sin parar, y los adultos tenían la cara seria, tensa. «Saben tan poco como nosotros», se dio cuenta, y no fue una cosa que la consolara. En esa temporada de perturbaciones del orden en los colegios públicos de todo el país, había habido tiroteos, amenazas de bomba y bombas, y en Paramus, Nueva Jersey, ese mismo mes había habido una amenaza de bomba y una bomba de verdad descubierta en la taquilla de un alumno, que no había llegado a estallar. Así que los chicos mayores estaban nerviosos, riéndose y dándose codazos, manoseando a chicas que se escabullían para escapar de ellos, les daban un tortazo como Katya en plena bajada por las escaleras, a través de las puertas abiertas, hasta la acera...
Ahora estaban fuera, Katya y sus compañeros, mientras les daban instrucciones: «Aléjense del edificio, aléjense del edificio, no vuelvan a entrar en el colegio, vayan al aparcamiento, lejos del edificio del colegio y al aparcamiento de forma ordenada», pero corrían, se empujaban y se chocaban unos con otros, se agrupaban, sin aliento, alborozados de que hubieran llegado los bomberos voluntarios de Vineland y estuvieran entrando en el colegio con sus voluminosos uniformes de protección que les daban un aspecto exótico de viajeros espaciales. También había agentes de la policía de Vineland. Estaba el señor Meer, el director, hablando a gritos, esforzándose para hacerse oír por encima del ruido, pálido y alterado como no se le había visto nunca. No hay nada tan aterrador ni nada tan cómico como ver a un adulto en un puesto de autoridad palidecer y temblar de forma visible. Los profesores hablaban en tono severo, pero nadie les prestaba mucha atención ahora que estaban fuera. En cuanto una está fuera, en cuanto tiene el cielo abierto sobre ella, la autoridad de los adultos disminuye. La autoridad de los adultos queda patente como algo enclenque y despreciable. Era posible reírse al ver a un hombre como el señor Meer, que en el interior, encerrado por las paredes, el techo y el suelo, desprendía tal autoridad, obligado ahora a hacer bocina con las manos y a gritar para captar la atención. Y quedó claro que no era un hombre alto, nada que ver con los bomberos con sus uniformes exóticos y los policías de Vineland. «Pueden irse a casa —estaba diciéndoles el señor Meer—. Las clases quedan anuladas para el resto del día. No regresen al edificio del colegio, pero pueden salir de los terrenos del colegio de manera ordenada...». ¿Había una amenaza de bomba? ¿Una bomba? Se decía que alguien había llamado para avisar de que había una bomba conectada para explotar a mediodía. Eran las 11.48.
Katya corría con los demás, alejándose del colegio. Había dejado su mochila bajo su pupitre, en la clase de la señora Wilnik. Y en la taquilla había dejado el impermeable. Aunque ya no llovía; el cielo estaba despejado y el sol brillaba extrañamente ardiente y deslumbrante, como en uno de esos sueños en los que todo es deslumbrante y está cargado de un significado misterioso. Katya dejó a sus amigos arremolinados y compartiendo cigarrillos junto al contenedor detrás del 7-Eleven, donde solían reunirse después del colegio. "



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