La estrella de la guarda (fragmento)Alan Hollinghurst
La estrella de la guarda (fragmento)

""Gran parte de la fascinación que ejercía sobre mí procedía de su casa.
Blewits era famosa por las setas con manchitas lilas que crecían en abundancia en sus húmedos sotos, y que él distribuía luego casi al buen tuntún entre sus conciudadanos. Mi madre recibió un cesto de ellas una vez, y recuerdo con cuanta inquietud especuló sobre si serían o no aptas para el consumo humano, si se trataría de un regalo de buena o de mala voluntad; las tiró al cubo de la basura a toda prisa. Gigantescas hayas se cernían sobre la casa en la parte vecina al parque, y en las noches de viento las ramas rugían espantosamente. En invierno entre las copas peladas se distinguían los rojos techos empinados y los hastiales escalonados, y el aire cuajado de grajos que revoloteaban entre el humo de las fogatas. En verano todo estaba oculto; la vía de acceso serpenteaba entre laureles y rododendros, bajo una luz jaspeada y secreta. Visitar la casa era como entrar en un sueño, como superar orgullosamente la prueba con la que se conquista un preciado trofeo.
Era a finales de mayo, y sobre los edificios auxiliares, a la entrada del jardín, revestidos de musgo, se había depositado una capa de flores caídas de los castaños de Indias. Pensé que sería divertido explorar aquellos cobertizos con ventanitas recubiertas de tela metálica y, en algunos casos, con una chimenea en el tejadillo plano. Más divertido que hablar con Sir Perry Dawlish. «Buenas tardes. Sir Perry», seguía ensayando yo para mis adentros, obedeciendo las recomendaciones de mi tía, ansiosa por asegurar el éxito de aquella visita. «No, gracias. Sir Perry, más pastel no». Tenía en un alto concepto a mis «Meses», pero no estaba del todo convencido de que aquel anciano y famoso escritor, que había conocido a Gordon Bottomley personalmente, estuviera dispuesto a dedicarles su tiempo.
La mansión estaba en sombras. Me di cuenta de que se trataba de una especie de casa victoriana con toques románticos, como demostraban el mobiliario de roble oscuro y los vitrales del recibidor. Al principio apenas podía distinguir nada, y estaba impresionado por la seguridad con que Dawlish se movía por las estancias. Tenía el aire atareado de quien no tiene costumbre de tratar con chiquillos, pero que ha resuelto esforzarse en lo posible. Hablaba con una vocecilla altisonante y acalorada, con los perdidos sonidos vocálicos del acento de otra generación.
Nos sentamos en una habitación grande y caótica situada en la parte posterior de la casa, un salón-biblioteca que se comunicaba con un invernadero cuyas puertas se abrían a un jardín de aspecto descuidado. Tuve otra vez la sensación de que él estaba del todo a sus anchas entre aquellas paredes, que se desplazaba con los ojos cerrados mientras que yo procedía desconfiadamente entre inestables pilas de libros, lámparas con pantalla de pergamino y diminutas mesitas atestadas de objetos varios, con sólo un par de centímetros libres sobre los que ponerse a escribir. Se dejó caer sobre un diván desfondado, adaptado a las anfractuosidades de su persona, y me indicó con un gesto que tomara asiento en una silla con el respaldo decorado con dos botones, que parecía un busto de señora embutido en un corsé. "



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