Señales de humo (fragmento)Rafael Reig
Señales de humo (fragmento)

"Nada más echarle la vista encima me di cuenta de que era una de tantas autobiografías que se estampaban por docenas, cada vez más a menudo con forma de carta mensajera. Así comencé a leer, convencido de hallarme ante el discurso de su propia vida escrito por un tal Lázaro de Tormes, pero a las pocas páginas me di cuenta de que aquello no era verdad, no era historia, sino ficción,
narración fabulosa. No lo había escrito quien lo firmaba, era una falsificación, un apócrifo. Y sin embargo no se parecía en nada a los libros de ficción que hasta entonces había leído: novelas de caballerías y novelas sentimentales como la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro. No era verdad ni tampoco una fábula, no era historia ni era ficción, sino una narración fabulosa, inventada, contada como si fuera real, que se hacía pasar por historia.
El autor, el maldito autor, quienquiera que fuera, no era desde luego Lázaro de Tormes, aunque no había tenido más remedio que firmar así para hacernos pasar a todos por el aro y caer en todas sus trampas. A pesar de que empieza hablando del deseo de fama y alabanza que le impulsa a escribir, sepulta en el silencio su nombre. Está jugando con nosotros, no cabe duda, nos está enseñando a leer, porque ha descubierto un mundo más nuevo que el que encontró Cristóbal Colón, un espacio insólito y hasta su llegada tan terra nullius como incognita: la ficción narrativa moderna.
Así entendí que tuvo que resignarse al anonimato para enseñarnos a leer como si fuéramos párvulos.
¿De dónde se había sacado ese mundo nuevo? Lo que podía haber leído el maldito autor, a la altura de 1550, bien lo conocía yo. Novelas de caballerías y sentimentales, todavía no las pastoriles, que estaban esperando a la vuelta de la esquina y que nada le habrían enseñado. También habría leído al arcipreste de Talavera, tomando buena nota de su atención a la realidad más trivial: los lamentos de la mujer que ha perdido una gallina, el miserable ajuar de una casa pobre, el miedo de un niño que se pierde en el campo. Habría leído mucho al obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara; su Marco Aurelio y sobre todo sus Epístolas familiares (como aquella en la que «Cuenta Andrónico todo el discurso de su vida»). Y no sólo ésas, hubo un diluvio de cartas que se publicaron en esos años y se hizo muy popular, no sólo leerlas, sino escribirlas, para lo cual aparecieron gran número de manuales. De casi cualquiera (incluso de un Lázaro de Tormes auténtico) se podía esperar que diera a la imprenta una carta sobre su vida. Fue tal el éxito que un criado del cardenal Fonseca escribió: «Quisiera hallar dos cosas a vender en la plaza: barbas hechas y cartas mensajeras».
El maldito autor también conocía muy bien, eso saltaba a la vista, La Celestina, de la que había aprendido cómo retratar a una persona a través de sus cosas. De Las ciento novellas de Boccaccio, que aparecieron en 1550, algo aprendería sobre cómo construir escenas aisladas, pero ni una palabra acerca de cómo contar una vida, una vida tan real como las nuestras. Puede que tuviera en la cabeza también la carta VII de Platón. Conocería como yo las facecias que desde hacía siglos circulaban sobre maleantes, mendigos y ciegos fingidos o de oficio. Por último, puede que conociera a Luciano, pero salta a la vista que siempre tenía en la cabeza a Apuleyo y su Asinus aureus (El Asno de oro), donde Lucio cuenta sus aventuras, el hambre que pasó en casa de Milón y cómo se ve convertido en burro y como tal anda al servicio de varios amos. Cierto, pero aquí no hay ungüentos maravillosos ni metamorfosis mágicas. O sólo una: la de Lazarillo en Lázaro, pero no es obra de un encantamiento, sino el resultado (inevitable) de una vida humana, como la de cualquier otro. "



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