Los días de Alejandría (fragmento)Dimitris Stefanakis
Los días de Alejandría (fragmento)

"La vuelta a Alejandría fue para Yvette como un segundo bautismo iniciado sobre las sucias baldosas de los corredores de la aduana, donde la recibió un mar tumultuoso de tarbushes, turbantes y chilabas. La vuelta a la realidad morena de Egipto, esa horda de porteadores que nada conseguía contener y asaltaba el barco, borró de un golpe las imágenes de Europa —preciosos recuerdos de su cultura natal—. Para conservar el control de su equipaje en ese bosque de manos surgidas de ninguna parte para apoderarse de él, tuvo que movilizar una energía increíble y protegerse de los autóctonos medio drogados. Palabras en árabe, tan resbaladizas como la mantequilla campesina, zumbaban en sus oídos —en medio de las moscas—, sonrisas insolentes la encerraban mientras ojos enrojecidos expresaban intenciones inconfesables.
En esa lucha final, Andonis no estaba a su lado. Él mismo se vio atrapado bruscamente por racimos humanos, incapaz de ofrecerle más ayuda que la de una sonrisa de consuelo. Él al menos logró desprenderse de todo. En el momento en que puso los pies en el suelo de Egipto, Mahmud, su chófer, se encargó de arrancarlo definitivamente del gentío.
Mientras intentaba no perder de vista a los dos porteadores que se habían apoderado de manera arbitraria de su equipaje y bajaban igual que acróbatas la escala real del navío. Yvette se sintió casi transportada a tierra firme, descendiendo peligrosamente por las tablas, como un equipaje. La situación habría podido ser muy delicada si el bauab Ramzi, al que Dios sabe cómo habían avisado, no hubiera aparecido de pronto para poner fin al caos del desembarco. Poco después, un coche de tiro sobrecargado la llevaba al piso, y Ramzi, subido en la parte de atrás, animaba al conductor vociferando. Había dejado tras ella el jaleo de la aduana y le costaba creer que se había librado de los múltiples asaltos de los árabes.
El sol del invierno alejandrino le sonreía amistoso y se sorprendió a sí misma suspirando con alivio: Enfin, je suis revenue. Fuera lo que fuese que Europa hubiera representado en un momento de su vida, ahora, aquí estaba en su casa. El crudo invierno del norte de Italia —Milán y Venecia fueron las últimas etapas de su viaje— parecía el recuerdo que deja al despertar un sueño de la noche que queda atrás. Habían estado brevemente de paso en las dos ciudades; Yvette se conformó con las promesas que le hizo Andonis de volver a Venecia y Milán. Al menos tuvo tiempo de contemplar desde el exterior la famosa Scala —cada año, en Alejandría, en el teatro de la Alhambra o en el de Mohamed Ali, en la calle Fuad, tenía ocasión de aplaudir a los artistas que actuaban bajo la dirección del gran Toscanini—. Admiró de lejos la catedral de la piazza del Duomo con un fondo de paisaje nevado en la bruma, y tuvo tiempo de hacer resonar rítmicamente sus tacones por la Galleria Vittorio Emmanuelle II —y esto al margen de los encuentros de Andonis—. Para ser sincera, no sabía si deseaba otra cosa por el momento. Milán estaba lleno de tipos como Giuseppe, el curioso hombre que se encargaba de su transporte, con una cabeza cuadrada y un bigote en forma de copete que le echaba miradas tiernas, incluso delante de Andonis. El fanfarrón, posando como un maniquí al volante de su vehículo, con un eterno cigarrillo en los labios, saludaba frenéticamente a los camisas negras y se entusiasmaba con las nuevas carreteras que pensaba construir el Duce a través de las montañas, si algunos maliciosos no entorpecían sus planes. En las calles de Milán, los camisas negras parecían personajes de la Commedia dell’ Arte, vestidos con máscaras, vestiti a maschera, que deambulaban hinchando el pecho, mientras el escándalo que provocó el asesinato del diputado Matteotti, ocurrido en el verano, no se había apaciguado y corrían rumores sobre el cierre de periódicos de la oposición y los futuros registros en casas antifascistas. En una callejuela, no lejos del hotel, fueron testigos de un incidente desagradable: dos hombres de civil perseguían a un joven espantado que, al pasar cerca de ellos, dejó caer a sus pies un paquete de ejemplares de L’Unità.
A Venecia llegaron en tren, por un corredor de tierra que dañaba su encanto insular, el misterio de la laguna de esta ciudad de novela la intrigaría constantemente. Andonis intentó en vano explicarle cómo había sido construida sobre un archipiélago de islotes, y con el Canale Grande atravesándole el cuerpo, como una serpiente y desplegando sus doscientos palacios en las orillas. Intentaba, sin conseguirlo, apreciar la inhabitual armonía que nace de la piedra, el agua y el aire en ese paisaje anacrónico. "



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