La cuarentena (fragmento)Jean-Marie Gustave Le Clézio
La cuarentena (fragmento)

"Hoy, antes de las dos, ha vuelto el barco guardacostas. Yo estaba con los culis que trabajan en el dique cuando han venido a avisarnos. Un muchacho del poblado paria, llamado Uka, uno de los servidores de las piras, un «barrendero», ha llegado con la noticia. Llevaba días apostado en la punta sur del volcán por orden de Shaik Hussein, tal vez también para vigilar la Cuarentena y las idas y venidas de Véran el Verme.
Se ha producido un gran silencio, pues todo el mundo se ha quedado inmóvil. Hacía un tiempo magnífico, el viento alisaba el cielo y el mar, un fuerte oleaje empujaba la espuma hasta el dique. Cuando el guardacostas ha doblado la punta, lentamente, balanceándose sobre las olas, ha estallado un clamor unánime. Todos los trabajadores de las plantaciones, las mujeres y los niños, han acudido a la playa gesticulando y dando voces. El silbato del sirdar y los gritos de los arcotis intentaban en vano restablecer el orden. Shaik Hussein ha cruzado entre la multitud, ha pasado por mi lado sin mirarme, con una expresión severa en su rostro curtido de viejo soldado, su impecable barba blanca y ese gran turbante de color amarillo pálido que contrasta con su chaqueta hecha jirones, y caminaba deprisa, empuñando su gran bastón de ébano como si fuera un profeta o un tambor mayor. Ramasawmy y Bihar Hakim, que iban tras él, parecían a su lado poquita cosa, casi desnudos, flacos, con un trapo viejo atado alrededor de la cabeza. Los movimientos de la multitud me han obligado a batirme en retirada, y me he refugiado en la parte alta de la playa.
El guardacostas se ha detenido delante de la bahía, frente al dique en construcción. El oleaje levantaba la roda y hacía bornear la chalupa, en el extremo del cabo. A ratos el viento traía el ruido de las máquinas y las espirales de humo negro. En cubierta, se agitaban unas siluetas, los oficiales de sanidad, y también los marineros de las islas Comoras. Luego la chalupa se ha separado del guardacostas, y los marineros han lanzado un cabo en dirección a la orilla.
Inmediatamente, algunos muchachos se han tirado al mar para cogerlo. Me he quedado en lo alto de la playa, acuclillado, esperando. No habían venido a buscarnos, sólo a montar un andarivel para descargar víveres y barricas de agua dulce. El círculo de la sinarquía no quería arriesgarse a dejarnos morir de hambre y sed en nuestro peñasco.
En la playa, la multitud era densa, apretada. Ya se oían los primeros gritos de rabia, las imprecaciones. He buscado a Surya con la mirada, pero no la he visto. No había bajado a la playa. De todas maneras, el guardacostas no había vuelto por ella.
Se ha iniciado el desembarco de los víveres, con una especie de torpe premura. Los marineros arrojaban las cajas al agua, sin atarlas siquiera al cabo, y algunas, lanzadas por el oleaje contra las losas de basalto, se han hecho pedazos.
Los muchachos, completamente desnudos, metidos en el agua hasta la cintura, recuperaban las cajas y las barricas y las empujaban hacia la orilla. Las olas batían la playa lentas, poderosas, la espuma deslumbraba en contraste con las rocas negras, y el azul del mar hería los ojos. La escena tenía un no sé qué desesperado, dramático, con toda aquella gente apretujada en la playa, al sol, y la silueta oscura del guardacostas, mar adentro. Una vez reunidos todos los víveres en la orilla y colocados bajo el cobertizo de hojas, la chalupa ha empezado a retirarse hacia alta mar. La gen' te de la isla ha comprendido que todo se había acabado. La mayoría ha emprendido el camino de regreso al pueblo o a las plantaciones, pero algunos hombres se han quedado cerca del dique y han empezado a tirar piedras al mar mientras proferían amenazas inútiles. "



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