Un revólver para salir de la noche (fragmento)Monika Zgustova
Un revólver para salir de la noche (fragmento)

"Al salir de la estación, le cayó una hoja a los pies. La primera hoja de otoño, se dijo, pero enseguida se corrigió: «La primera hoja de otoño en la que me he fijado». El contraste entre el cielo veraniego y la hoja caída la sorprendió.
El sol todavía no había salido a pesar de ser ya las ocho menos cuarto. Su paso ligero y su esbelta figura atraían, a veces, la mirada de los hombres en la calle, más que su cara, demasiado discreta para ser considerada bella. A medida que el sol empezaba a despuntar dorando los tejados y los balcones superiores, ella descendió por las calles hacia donde presentía el mar. Había dejado el maletín en la consigna de la estación. En el bolso, además de las gafas de sol, llevaba solo el bañador, una pequeña toalla y el monedero.
Estaba aturdida tras haber pasado la noche en blanco en el tren. Había sido incapaz de dormir; los nervios por cómo acabaría su visita le impedían conciliar el sueño. Se sentó en la terraza de una cafetería en una calle todavía ensombrecida, desde donde se vislumbraba el centelleo de una franja verde de mar. Tomó un café y el cruasán apenas lo mordisqueó: no podía tragar nada. Pagó y se dirigió a la placita Frédéric Mistral, donde se fijó en una casa en la que había tendidos tres bañadores: uno de hombre, uno de mujer y el tercero de niño. Pensó que no estaba bien que mirase hacia la ventana de ese modo, así que desapareció detrás de la esquina y se fue a pasear por el muelle, hasta que emprendió sin prisas el camino de vuelta. Cuando volvió a la plaza, la ventana de la casita se abrió y una mano de mujer cogió suavemente el bañador masculino y el infantil, y se desvaneció en la oscuridad del interior del piso. Irina no se movió, se quedó esperando.
De la casa salió un hombre alto con un niño. A los treinta y ocho años seguía siendo esbelto y flexible como un árbol joven en el viento de primavera. Irina no se decidió a dar unos primeros pasos detrás de ellos hasta que no hubieron avanzado un buen trecho. El hombre y el chiquillo pasaron por un parque en el que crecían palmeras, olivos y ficus; después se introdujeron en un oscuro túnel subterráneo que daba al paseo marítimo y aceleraron el paso. Irina caminaba detrás de ellos cada vez más resuelta y sabía que los acabaría alcanzando. En el túnel, que amortiguaba el ruido de sus pasos, empezó a correr. Al salir al sol ralentizó la marcha pero, unos cien metros más adelante, vio al hombre alto avanzando a buen paso y casi arrastrando al niño detrás. No le quedaba otra que acelerar y casi echar a correr si quería alcanzarlos todavía en el paseo, pues no se imaginaba acercándose a ellos en la playa con sus sandalias de tacón. Necesitaba hablar con él en serio y la playa quitaría solemnidad a su encuentro, que podía ser el último. Pero aquello significaba que, si torcían en ese momento a la izquierda y bajaban por las escaleras de piedra hacia la arena, su viaje se iba al traste. Caminó tan deprisa como pudo; la traía ya sin cuidado que se oyera el repique de sus tacones sobre el pavimento. Estaba recortando mucho la distancia con las dos siluetas. El hombre ralentizó entonces el paso y, sin dejar de andar, le sonó la nariz al niño con un pañuelo. De caminar tan rápido, a Irina los ojos le hacían chiribitas y pensó que se caía. Pero sus tacones siguieron adelante mientras la brisa marina le acariciaba el pelo corto con reflejos dorados y jugaba con su ligera y traslúcida falda. Los tacones interpretaban su propia melodía sobre el pavimento… y el hombre, como contra su voluntad, se dio la vuelta. Se quedó parado; sus ojos, sin movimiento, se clavaron en ella. "



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