Animales de compañía (fragmento)Marta Sanz
Animales de compañía (fragmento)

"Y Carola, con cierto repelús, se acercó a la cuna para sostener entre los brazos a ese niño enorme que convirtió a su hermano en el pellejo gordo de una butifarra.
En la sala de cremaciones, Marcela mira a su niño dentro del carrito y sabe que no va a poder evitar transmitirle su rencor. Después reza y, cuando todo ya ha acabado, y el tío Elías ha agradecido a los asistentes su presencia, Marcela se levanta, empuja el coche del bebé hasta la salida y allí se coloca, al lado de su madre, para recibir, con todo derecho, los besos, los abrazos y las palabras tristes.
Corderos lechales solo una vez al año. La ceremonia se le está haciendo a Esteban muy larga. Desde que llegó está un poco ido y evita, todo el rato, que una sonrisa tonta le aflore en los labios: Esteban vela el sueño de Julio en la habitación de matrimonio de sus padres. Julio, cadavérico y grogui entre las sábanas de florecitas. Esteban lo contempla con mucho cariño y con mucho odio. Elías acaba de enseñarle los extractos de las cuentas bancarias, y Esteban ni siquiera entiende el porqué de conservar cuentas bancarias en plural. Con una hubiera bastado. Esteban se queda fijo en los pómulos marcados de su padre y en las cuencas hundidas de sus ojos. Debajo de la barbilla, las manos amarillentas, cogiditas. Esteban coloca su mano sobre la mano alargada de su padre y llega a la conclusión de que madrugar cada mañana no es un acto de higiene y de dignificación; Esteban resuelve que ha perdido todos y cada uno de los trenes, y que ni siquiera sabe si habría tenido la suficiente capacidad para coger alguno. Ese mismo día, Esteban aborda a Carola y se encuentra protegido por su respuesta calentita y por sus dedos hinchados a causa de llevar los anillos prietos, el oro de la alianza mate por la abrasión de los detergentes.
Pero eso sería un poco más tarde porque, mientras permanece cogido a la mano de su padre, Esteban reflexiona sobre el hecho de que no le queda absolutamente ninguna causa por la que luchar, ningún resquicio por el que meter su cabeza de Pepito Grillo y gastarle al patrón una inocentada molesta, una travesura, uno de esos mínimos desaires a partir de los cuales el fuerte tiene la oportunidad de exhibir su condescendencia, la alegre circunstancia de que los que pagan también pueden tener un buen día, papá y su ruina superviviente, Esteban y su carga, una carga con la que ya no puede permitirse ningún exceso, ningún no a destiempo; ahora, solo le queda ser listo, como a Jarauta, bandearse lo mejor posible, intentar robar un poco de tiempo al tiempo del trabajo, sestear dentro de la cabina de la furgoneta, declarar siempre que ha producido más de lo que realmente ha producido, y no pedir y no negar, en sentido figurado, ni un segundo de su dedicación a la empresa que lo alimenta y le permite tener aficiones y, por fin, le ha hecho consciente de que no, de que no puede hacer favores, ni luchar por los demás en solitario, y mucho menos en compañía, que ya solo le queda apostar por el amor romántico y decidir que es arriesgado y que dignifica convertir en un beso, en un movimiento de cadera durante el coito, ese admirado mal humor de Carola y el aburrimiento de Carola con Elías, porque las manos de Elías no sirven para acariciar a las personas. Como si Elías hubiera tenido, desde pequeño, las palmas de las manos quemadas.
Esteban, en el cuarto de muerto de Julio, toca por dentro las palmas de su padre y comprueba que son suaves y resbaladizas como la cera de un velón. Le acaricia por dentro la palma, le pasa sus dedos rugosos, le dedica uno de esos gestos de amor que, a solas, se les ofrecen a los que se están muriendo, algo íntimo y sin alardes, algo que te arruga por dentro y que a los moribundos les debe dar una pista radicalmente sincera de que, sin duda, se mueren. Julio mantiene los ojos cerrados mientras Esteban con el vaivén rasposo de sus dedos le escribe a su padre, en la palma de la mano, te estás muriendo, te estás muriendo… después, se acaba el periodo del amor. Esteban coge el agua de encima de la mesa y la vierte sobre la cabeza de un Julio sobresaltado que abre los ojos y se mira las palmas de las manos para ver qué tiene escrito dentro de ellas. "



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