Capricho (fragmento)John Fowles
Capricho (fragmento)

"Ayscough va tomando a sorbos su cordial (cerveza aderezada con un chorrito de aquel profiláctico contra brujas y diablos del que se había hecho mención recientemente, el ajenjo) mientras Jones come abajo, donde le corresponde, en medio de un silencio que, por una vez en su vida, agradece pero sin el aliciente del alcohol, lo cual ya le resulta más ingrato. El crudo y chovinista desdén del abogado hacia su testigo, aunque ofensivo, es puramente convencional y poco tiene que ver con la nacionalidad galesa de Jones. Por encima de un cierto listón y a pesar de su obsequioso y ridículo respeto hacia la aristocracia, la sociedad de la época era relativamente fluida; con un poco de suerte y talento, personas de origen bastante humilde podían prosperar y llegar a ser distinguidos eclesiásticos, eminentes profesores de Oxford o Cambridge —como Mr. Saunderson, que era hijo de un recaudador de impuestos—, ricos comerciantes, abogados —como el propio Ayscough, hijo menor de un modesto vicario rural del Norte—, poetas —el padre de Pope tenía una lencería—, filósofos y otras muchas cosas. Por debajo del listón, sin embargo, la sociedad se consideraba estática; a los ojos de los de arriba, aquellas gentes no tenían posibilidades y su destino estaba decidido desde el momento de su nacimiento. Aquella línea divisoria se mantenía firme con la ayuda de lo que la sociedad inglesa de la época hacía objeto de máxima reverencia, la idolatría incluso, la propiedad de la tierra y de los bienes inmuebles en general. Un inglés convencional de la época podría haber afirmado que la institución más venerada por su nación era la Iglesia anglicana; pero en realidad ésta sólo era objeto de las manifestaciones externas de la religiosidad del país, cuyo auténtico credo consistía en un profundo respeto por el derecho a la propiedad. Era éste un sentimiento común a todas las categorías, salvo la ínfima, y determinaba en gran medida su comportamiento, sus opiniones y su ideología. Los protestantes, es decir los que rechazaban las doctrinas de la Iglesia oficial, podían ser excluidos de los cargos oficiales y electivos (exclusión que les permitía prosperar en el comercio); pero también para ellos la propiedad era sacrosanta, tanto la propia cómo la ajena. Pese a sus diferencias doctrinales, muchos disidentes se mostraban dispuestos a tolerar a la Iglesia anglicana siempre que protegiera el derecho a la propiedad, y siempre que mantuviera su militancia contra los enemigos del ala opuesta, los condenados papistas y jacobistas. Lo que la nación entera quería preservar a toda costa no era tanto la teología de la Iglesia oficial como el derecho y defensa de la propiedad. En ello comulgaban desde el modesto propietario hasta el mayor hacendado de ideas liberales, que, en extraña alianza con la City, con los prósperos disidentes y con los obispos, controlaban el país de forma mucho más eficaz que el Rey y sus ministros. Aunque parecía que Walpole detentaba el poder, en realidad no hacía sino pulsar con sensibilidad los deseos del país.
La propiedad, pues, a pesar del florecimiento del comercio, seguía siendo una inversión mucho más popular que las nuevas acciones de las empresas. El caso de la Compañía de los Mares del Sur, que en 1721 había estallado como una pompa de jabón, hizo mermar la confianza en este sistema de aumentar el capital. Podría suponerse que esta obsesión general por la propiedad tenía que haber barrido, a través del Parlamento, las anacrónicas leyes relativas a la propiedad y su adquisición, y aquella pesadilla del sistema de registro de Chancery, complicado y dilatorio (que desafiaba incluso a los más insignes especialistas de la época). No, aquí el amor a la propiedad iba de la mano del otro gran mito de la Inglaterra del siglo XVIII. Era ésta la convicción de que el cambio no trae progreso sino anarquía y desastre. Non progresi est regredì, dice el adagio; el inglés de la época de Jorge II omitía el non. Por ello, aunque a la sazón la mayoría se consideraban whigs, es decir reformistas, parlamentaristas y liberales, en realidad eran tories en el sentido moderno, es decir, reaccionarios. Así pues, por encima del listón, el temor al populacho era casi universal, tanto entre los whigs como entre los tories, entre los anglicanos como entre los disidentes. Y es que el pueblo bajo amenazaba con la agitación política, el cambio; y, lo que era peor, amenazaba la propiedad. El medio utilizado para hacerle frente a través de los magistrados y la milicia, el Riot Act o Decreto Antidisturbios de 1715, adquirió un carácter casi sagrado, en tanto que la ley inglesa de enjuiciamiento criminal seguía siendo bárbara y brutal, con draconianos castigos para todo el que atentara contra la sacrosanta propiedad, aunque no fuera más que con un pequeño hurto. «Ahorcamos a los hombres por nimiedades y los desterramos (a la América de los convictos, precursora de la Australia de los convictos) por insignificancias», —dijo Defoe en 1703—. Ahora bien, la ley inglesa tenía la fortuita ventaja de carecer de una fuerza policial que la apoyara, por lo que su capacidad de detección del delito e incluso de arresto del delincuente era mínima. "



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