Nunca ayudes a una extraña (fragmento)José María Guelbenzu
Nunca ayudes a una extraña (fragmento)

"Entonces, antes de echar a correr, vi la llave puesta por fuera en la puerta y decidí cerrarla y dejar al tipo dentro. También pensé que si se encontraba seriamente herido, y bien podría ser así tras los golpes contra la pared que yo le había propinado en la cabeza, a lo peor lo estaba dejando morir. De mi calabozo no venía ruido alguno. En todo caso, nada estaba más lejos de mi ánimo que cargar con una muerte sobre mis espaldas, así que dejé la puerta entreabierta y me alejé a paso vivo, sin saber qué podría encontrarme al llegar al fondo del pasillo, pero dispuesto a enfrentar lo que se presentase.
Una vez que escapara del lugar donde me encontraba pensaría en llamar a la policía, pero ahora necesitaba no sólo salir cuanto antes sino, además, descubrir dónde me encontraba. Era un edificio que parecía un almacén abandonado. ¿Acaso mi guardián estaba solo? Mientras avanzaba, ahora con gran cuidado, había empezado a masticar el pan de un bocadillo que recogí del suelo cuando ya me iba y de pronto mi situación me pareció ridícula: huía comiendo.
Pocas veces el peligro me ha parecido más risible, pero no podía dejar de comer. A medida que seguía avanzando por aquel largo pasillo punteado de vanos de puertas lo hacía con mayor sigilo, convencido de que así me acercaba al punto de donde provenía mi carcelero y donde, probablemente, habría alguien más esperando su regreso. Entonces descubrí un portón entreabierto a mi izquierda, casi al final del pasillo.
Éste doblaba luego a la derecha y resultaba imposible descubrir qué había más allá. Me detuve a escuchar con tanta atención que me dolieron los oídos. Al no escuchar nada, asomé la cabeza al otro lado con precaución: era otro pasillo, tan desnudo como aquel del que procedía. Volví la vista al portón y en dos pasos me planté junto a él, me deslicé a través de la abertura y salí al exterior. El sol me cegó. Estaba en algún lugar de la zona portuaria, irreconocible. Quizá fueran unos almacenes dentro del puerto.
Sin poder creer en mi suerte, porque el lugar estaba desierto, eché a andar con medida prisa. No se veía a nadie, ni siquiera un operario o algún visitante deambulando por la zona. Poco a poco reconocí un rumor de fondo que identifiqué como el rumor del tráfico rodado. Dejándome llevar por él y aun sin tenerlas todas conmigo, al fin salí a una calzada por donde circulaban los coches. De nuevo una historia como la de San Salvador, pero sin guardaespaldas de por medio. Incorporado a un grupo discreto de personas que aguardaban el autobús, me uní a ellos aún con el alma en vilo. "



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