Hilos de tiempo (fragmento)Peter Brook
Hilos de tiempo (fragmento)

"En Inglaterra, nunca me habían dado más de cuatro semanas de ensayo, siempre con un reparto nuevo reunido para la ocasión, y yo había aceptado aquello como un hecho de la vida. Genet, no obstante, había jurado que su función tan solo podía ser interpretada por un grupo homogéneo que trabajase junto varios años con el fin de dominar los estilos de un modo no normal en la esfera del actor profesional. Aquello parecía una reivindicación muy pretenciosa, pero yo estaba convencido de que tenía razón y por primera vez empecé a sentir la necesidad de una compañía. No obstante, esa clase de grupo no existía y, como nadie estaba preparado para pagar la larga preparación que exigiría la formación de un conjunto, en su lugar escogí un reparto no convencional, de modo que por lo menos se sacudiera la rutina de la interpretación convencional, aunque solo fuera por la fricción procedente de mezclar a actores de bulevar, actores de vanguardia, al gran bailarín de ballet Jean Babilée y a muchos aficionados, incluyendo a una muchacha excepcionalmente guapa cuya única experiencia la había adquirido como amante de un acaudalado fabricante de galletas, y a la esposa, totalmente inhibida pero absolutamente fascinante, de un fotógrafo de moda a quien había abordado un ayudante por mí una noche en un bar.
Era aquella una asamblea particular y, como la necesidad pedía un método especial que la convirtiera en una compañía en poco tiempo, yo dirigí mi primerísimo experimento con una herramienta nueva, desconocida, llamada improvisación. Aquello abrió muchas direcciones fascinantes que yo había de seguir explorando en los años siguientes. La improvisación puede adoptar un número de formas ilimitado con aplicaciones muy diferentes, y yo había oído que en aquella época, en los cincuenta, el teatro americano, en particular el Actors Studio, ya estaba utilizando improvisaciones basadas en situaciones cotidianas —«Estás en la sala de espera del dentista», «Estáis dos de vosotros en un banco de un parque»— para fomentar el que el sentido que tiene el actor de la vida del personaje se mantuviera entre bastidores. Aquello seguía la convicción de Stanislavski de que cuanto más aprendan los actores a improvisar escenas que no vienen en el texto, más capaces serán de creer en la realidad humana de los personajes y situaciones que interpretan. Yo tenía, no obstante, la corazonada de que aquello no era aplicable a una función no naturalista, de modo que no buscamos realismo en nuestros juegos, sino que sin más improvisamos libre y escandalosamente sobre el tema de la vida del burdel, sin importarnos un comino la exactitud psicológica. Ciertamente, los agradables momentos que pasamos no ayudaron a ninguno de los ejecutantes a interpretar mejor, ni hicieron más real un texto altamente literario. Pero el trabajo de improvisación se reveló como insustituible y precioso por una razón distinta: era liberador por la pura delicia de jugar por jugar, y, mientras nos reíamos y nos divertíamos los unos a los otros, aparecía un amplio grado de coherencia en aquella más que excéntrica tropa de intérpretes, creando una especie de conjunto.
En la versión original de El balcón todo ocurría en el interior de la fétida intimidad tapizada del burdel. Fue aquel uno de los últimos montajes para los que diseñé la escenografía yo mismo, y encontré un interés particular en construir un laberinto de bastidores pintados recubiertos con terciopelo de intensos colores primarios. Giraban lentamente cuando los atravesaban los actores, dando la impresión de un juego de espejos perpetuamente cambiante. Deseando mostrar un reflejo más en sus espejos, Genet había añadido una escena nueva, desplazando la acción a un café en el que los revolucionarios estaban preparando el golpe en el invernadero de su propia retórica. Para aquella escena aparecían muchos personajes nuevos, que exigían actores suplementarios, y el problema de romper la unidad de los espejos de terciopelo vacíos me alarmó, hasta que concebí una nueva serie de bastidores pintados revestidos de papel de periódico pintado de amarillo. Una vez plantada la escenografía, como diseñador yo estaba encantado, pero como director no era capaz de encontrar modo alguno de hacer que la propia escena cobrase vida. «Todo tiene que ser bonito», había dicho Genet, «como un entierro», pero las palabras que les atribuía a los revolucionarios eran bastante más prosaicas que sus intenciones. Unos días antes del estreno hicimos un pase corrido para unos cuantos intelectuales invitados. Los amigos de Genet fueron unánimes en que aquella escena de la revolución era un gran error y en que ponía en peligro el resto de la función. "



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