En busca de la sonrisa encontrada (fragmento)Oswaldo Reynoso
En busca de la sonrisa encontrada (fragmento)

"André Gide, en el último libro que editó, Así sea o La suerte está echada, escrito antes de cumplir los ochenta años, recuerda, después de cinco décadas, al joven Mala, un hermoso marroquí, con estas líneas: «¡Gentil Mala! Tu risa divertida, tu júbilo, es lo que quisiera ver en mi lecho de muerte». Pero, yo, en La Unión, tengo a un lado, en esta cantina, entre llamas de calor y ritmos de cumbiandina, al joven que conocí hace sesenta años y me dijo que se
llamaba Ignacio, pero que le dijera Nacho y que era de Catacaos y que estaba con su primo y que había venido desde La Parada, donde vivía con su tía, para despedir a su mamá que se volvía a su Piura y que nos invitaba a su mesa.
Mejor vamos a la mía. Gracias. Llamó a su primo y nos acomodamos alrededor de la mesa donde esperaba Eleodoro. Los jóvenes vestían pantalón crema de dril basto y camisa de colores a cuadros. Pidieron un par de Cervantes al polo. Entre salud y salud nos contaban una y mil historias picarescas con cabriolas de
entonaciones y con términos de doble y hasta de triple y quinto sentido y fue entonces que una vez más volví a advertir en la mirada de estos jóvenes un destello desconocido que luego estallaba en una risa cautivante que impregnaba a sus rostros de una belleza terrenal que me enredaba en las más antiguas raíces de mi patria y siguieron las cervezas y los brindis y mi sangre ya nunca más iba a manar por mi brazo izquierdo y ya nunca más correría desnudo por
esos pasadizos tenebrosos que partían de mi sueño y que irremediablemente por el desamor me conducirían a la muerte y reíamos y reíamos festejando la vida con el espíritu del vegetal y reconociéndonos como hermanos milenarios.
Muchas décadas después, Eleodoro, esperando la muerte, en una cama del Hospital Rebagliati, me tomó la mano y por entre las brumas de sus terribles dolores de cáncer terminal alcanzó a decirme: Gracias, compadre, por haberme enseñado a reír de la muerte. ¿Te acuerdas? Fue esa mañana de verano, con esos jóvenes piuranos, en ese bar del centro de Lima. Ya es muy tarde, dijo Eleodoro, mirando la hora en su reloj pulsera. Dejó un billete sobre la mesa y salió apurado para llegar a la hora a su trabajo de profesor en una escuelita de Los Barrios Altos. Vamos a la picantería de mi tía, me invitó Nacho. Cancelamos entre los tres la cuenta y en un taxi destartalado nos fuimos a La Parada.
Suelo de tierra apisonada, mesas y sillas de madera rústica, cadenetas coloridas de papel cometa y alegres quitasueños prendidos de canto a canto en la ramada que daba sombra, radiola y unas chinas guaposas, atrevidas, con minúsculos trajes bien ceñidos a sus exuberantes y apetecibles cuerpos. Y pata al
suelo. Patonas, les dijo Nacho con mirada sicalíptica. Y la rocola a todo volumen con marineras, pasillos, valses, mambos y guarachas. Chicha fuerte: diferente a la arequipeña que solo refresca. Chifles, chabelo, malarrabia y cerveza y cerveza y cerveza y cañazo y tómatepaechale hasta que abrí los ojos. La pintura crema del techo y de las paredes estaba descascarada y lucía enormes ojeras de humedad. "



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