Y retiemble en sus centros la tierra (fragmento)Gonzalo Celorio
Y retiemble en sus centros la tierra (fragmento)

"Desde los aparadores mortecinos de las tiendas de artículos religiosos, en la acera de enfrente, los santos, antes de irse a dormir, le dieron su bendición: San Martín de Porres, con sus ojos blanquísimos sobre la negrura reluciente de su rostro; San Felipe de Jesús, atravesado por dos lanzas encontradas, que no le mudaban la sonrisa; San Antonio, tonsurado y dispuesto a pararse de cabeza ante los ruegos ansiosos de las solteronas; San José, castísimo, ¡pobrecito!, con su varita de azucenas, y hasta la mismísima Virgen de Guadalupe, a punto de quitarse el resplandor que como un caparazón llevaba a cuestas todo el día. Las cortinas metálicas iniciaban su descenso sonoro e inexorable para degollar esas miradas beatíficas, adiós, Juanma, hasta mañana, que sueñes con… Cómo soñar con los angelitos desde la oscuridad oscurísima de tu cama, tenebrosa como un confesionario apenas tu madre cerraba la puerta a sus espaldas después de darte la bendición con dedos apresurados. La oscuridad era la cómplice del diablo, no de los angelitos; del diablo que, apenas te durmieras, te jalaría de un pie para llevarte al infierno, o todavía peor, al purgatorio, donde el alma no se resigna al sufrimiento eterno, como en el infierno, sino que se desespera ante la prolongación indefinida de un dolor que se sabe perentorio. Que sueñes con los angelitos, te decía mamá, y no podías imaginarte el cielo de los angelitos como el cielo azul y luminoso que se miraba desde aquí abajo cuando eras niño, sino oscuro como una gruta enorme, iluminada apenas por la lucecita diminuta de una veladora que sólo servía para confirmar la oscuridad inmanente del espacio.
Antes de llegar a la Plaza del Seminario, Juan Manuel se topó, en plena calle, con una mesa camilla, de mantel rojo y cuadriculado, que le daba la bienvenida y lo invitaba a tomar un trago. Sobre la mesa descansaban unas copas de mentiras —cocteles simulados de colores brillantes, condecorados con aceitunas y cerezas de plástico: La Casa de las Sirenas. Se dispuso a oír el canto que de ahí proviniera y a arrostrar todos sus peligros. Se limpió los oídos con los dedos meñiques, por si tuvieran algún sedimento ceroso, y traspasó el umbral con cierta excitación. Caminó por un estrecho y largo pasillo que lo condujo a una escalera de muy dignas proporciones. Subió. El descanso estaba respaldado por un vitral decimonónico de fabricación alemana que representaba a una mujer de pechos apetecibles. Llegó al primer piso. Sólo estaba habitado por mesas de manteles cuadriculados, iguales a la de la calle, que esperaban, mustias, a sus comensales. No había nadie, absolutamente nadie. Recorrió los pasillos con ansiedad. Los simulacros de cocteles le habían despertado la sed —como si alguna vez tu sed se hubiera dormido, Juan Manuel. De vuelta, dio, en la penumbra, con el acceso a otra escalera más angosta, de madera. Subió sus crujientes peldaños y desembocó en un salón más acogedor que el del piso de abajo pero igualmente desolado. Pegada a la pared lateral, corría una barra larga y generosa. La atendían —es un decir, porque no había ningún cliente— una cajera insomne y un cantinero enjuto, luctuoso, abstemio, ergo, capaz de preparar un magnífico martini, pensaste. Al fondo, la terraza, victimada por la Catedral y el Sagrario Metropolitano. "



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