Paraíso 25 (fragmento)Luis Spota
Paraíso 25 (fragmento)

"Una hora más tarde, mientras caminaba por la Rue Henri Martin en busca de un taxi que lo llevara a la Plaza Vendôme, Sandro Grimaldi tenía la seguridad de que su encuentro con Legros había sido provechoso, no sólo porque le había ofrecido buscar entre sus clientes de América a uno que pagara el precio justo por el Paisaje en Rojo, sino también, lo que era aún más importante, porque lo había invitado a colaborar con él. «Hace tiempo —le había dicho, así que bebían el champaña que acababa de servirles el mayordomo español— busco a una persona como usted para que me auxilie un poco en mi agitado negocio». «Nada sé de pintura, señor Legros». «Ni falta hace, amigo Grimaldi. Aunque talentosos, mis hijos están todavía jóvenes para que yo les confíe ciertas responsabilidades. Si acepta o rechaza lo que le ofrezco, por favor no necesita decírmelo ahora. Vuelva acá cuando haya tomado una decisión. Entonces hablaremos de cosas más concretas; por ejemplo, de lo que un comisionista especial de Legros merece obtener por su trabajo…».
[...]
Frank no había llegado esa, como las mañanas anteriores, a bordo de alguno de sus muchos automóviles, sino en el helicóptero puesto por el Partido al servicio del Presidente Electo; helicóptero de poderosas turbinas que Grimaldi había escuchado evolucionar alrededor del hotel antes de asentarse, entre remolinos de polvo, en la explanada del Auditorio Nacional, en la acera del Paseo de la Reforma, a esa hora ocupado por miles de vehículos que se dirigían al centro o que de éste, según fuera el sentido en que circulaban, subían hacia el lujoso barrio residencial de las Lomas de Chapultepec, donde los ricos de otras décadas, políticos en su mayoría, construyeron sus palacetes de estilo colonial californiano que tanto daban entonces de qué hablar.
Con la ayuda de dos porteros uniformados, el comandante Evodio Tolentino detuvo el tránsito para que Frank y Grimaldi, el mayor Piñar y el guardaespaldas Silver, pudieran cruzar la avenida y llegar al helicóptero, seguidos por el estrépito de claxons que los injuriaba. En torno al aparato, los ciento cincuenta elementos enviados por el Estado Mayor Presidencial desde el amanecer (muy jóvenes todos; morenos, pelo de púas, vestidos de civil, con un distintivo de papelillo fluorescente en el pecho a manera de identificación), habían tendido un cerco para que nadie, excepto los que tenían derecho, se aproximara a él.
El CPA Arocha, al que Grimaldi había conocido tripulando el pequeño helicóptero de alquiler en el que Frank, Yolanda Monfort y él habían volado de Marbella a la finca malagueña de los Roqueñí para visitar a la madre de la muchacha, lo recibió con un respetuoso saludo militar.
Si al conde viudo le desagradaba viajar en avión de línea, o montar en helicóptero, así se le asegurara que eran muy seguros, saber que Frank Uribe Loma había resuelto manejar personalmente el aparato en el vuelo a su casa, oculta en los bosques del Pedregal, al pie del macizo montañoso del Ajusco, lo aterró.
—No te me arrugues, querido conde. Tengo licencia de piloto y muchas horas de vuelo. Así que tranquilito, y vámonos…
El despegue fue brusco, y bastante agitado el ascenso, casi a tumbos, entre el aire turbio. Sudorosas las manos, amarga la boca, Grimaldi estaba pasando verdaderamente un mal rato y no lo tranquilizaba que Arocha vigilara, alerta, listo para intervenir, lo que Frank hacía. Algo preguntó éste y, entre dientes, respondió Sandro:
—Tranquilo ya estoy, pero no mucho…
Sobrevolaron el lago de aguas amarillentas y el parque zoológico. Luego de un rodeo, dejaron atrás el Castillo de Chapultepec, que Frank insistió en mostrarle como poco antes le había mostrado la residencia de Los Pinos, y se dirigieron hacia el sur siguiendo los meandros de ese río de asfalto, caudaloso de automóviles a esa hora y también a la del anochecer, que era el periférico.
A lo lejos, en sentido opuesto al que ellos seguían, apareció la silueta oscura de otro helicóptero. Frank y el capitán Arocha se dijeron algunas palabras y Frank, después, estableció comunicación por radio con el aparato que se aproximaba. Grimaldi no escuchaba con claridad ni entendía el significado de lo que un tripulante y otro estaban diciéndose, al parecer de buen humor. Sólo oyó al capitán Arocha recomendarle. "



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