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Aquellas noches eternas (fragmento) "Maite estaba acostumbrada a que la entrada de su prima mayor hiciera enmudecer una estancia. Lo había vivido de niña, cuando llegaba a sus fiestas de cumpleaños tan resuelta, con una seguridad tan dulce, tan natural. Lo había admirado en la adolescencia, con esa mirada embelesada de los chicos cuando, sin querer, los rozaba con su larguísima melena rubia o los observaba fijamente (por su miopía, no por interés) con esos ojos azul oscuro que jamás tuvo que maquillar. Lo peor de todo era que Maite se sentía incapaz de tenerle envidia; Covadonga no tenía que ver con otras compañeras de colegio, las que se consideraban guapas oficiales. Esas, a ojos de Maite, sí actuaban conscientes de su superioridad estética y sabían cómo embelesar y humillar con sus curvas irritantes. Lo de Covadonga era distinto, tenía que ver con su talante. No podía evitar ser así, como una pantera, con esa misma impronta regia y displicente, pero también protectora. Detallista, generosa y llena de chispa, rápida para bromear y hábil para consolar. Maite era consciente de ello porque sabía reconfortarla y coincidían en ese sentido del humor soterrado, lleno de ironía, que convertía a esas hijas únicas en unas casi hermanas cómplices. Durante su primera adolescencia, había intentado imitar su gracejo distante, pero se dio cuenta rápido de que era una misión suicida. Maite carecía de ese hechizo natural. No es que fuera fea, en absoluto. Tenía una cara preciosa, unos pómulos envidiables y un pelo ondulado que en verano se cubría de esas mechas que otras buscaban en la peluquería. Pero Maite era incapaz de verse atractiva; envidiaba a las chicas que tenían caderas y pecho y que agitaban las pestañas, coquetas. En cambio, se había empeñado en agradar, lo cual, en ocasiones, consistía en no molestar." epdlp.com |